En el viernes tarde le digo a Cristian Campos, mi jefe de Opinión y sin embargo amigo, que esta semana no sé de qué escribir la columna, que me noto hastiada, con la prosa flácida, sin fe, porque me han obligado a vivir en un país en el que hay que elegir entre Irene Montero y Pablo Motos y yo a esa disyuntiva demoníaca me niego.
“No sé. Estoy hasta los cojones de España”, le cuento en un audio derrotado, y él se ríe en mayúsculas y me anima a escribir justamente sobre eso, sobre el cansancio patrio, y asegura que “ya volverá el amor”. Comprobarán ustedes que el santo ejerce igual de responsable de la sección que de editor y psicoanalista. Quizás estas dos últimas cosas vayan de lo mismo, al cabo: de repensarse, de reescribirse, de coger las riendas del propio discurso y no dejar que se atrofie, que se envilezca, que se ensucie de ansiedades, de egos disparados o de revanchas. Todo iba de mandar en el relato con la dignidad que tengamos a mano. Al menos, en el de uno mismo.
Es cierto que Pablo Motos ha llenado sus horas de televisión de micromachismos más o menos evidentes. Podría reconocer que a veces se ha colado y no lo hace, podría decir que con el tiempo uno aprende, pero no cede a la humildad y así le da la razón al eslogan de la campaña del Ministerio de Igualdad: “¿Quién, yo? No, no”.
Pero también es cierto que en las espaldas de Irene Montero se acumulan ya 36 delitos sexuales rebajados gracias a su ley, y ella llora y recibe flores y se deja agasajar por numeritos sonrojantes y se esconde en la manifestación de Vallecas entre gritos de “Irene, hermana, aquí está tu manada”. Irene no es hermana mía, por suerte, y ya no lo será nunca, pero cuando se lava las manos como Poncio Pilatos, queda atrapada por su propia publicidad: “¿Quién, yo? No, no”. Entonces, ¿quién?
Así se desarrolla el circo. Es extenuante, es pérfido, es mediocre. Hay días que se vuelve hercúleo ser humanista. Entonces pienso en lo que decía Arsuaga. “No lo hemos hecho todo mal. Tenemos a Mozart”. Tiene razón. Y a Machado y a Borges y a los griegos. Tenemos el mediterráneo y la promesa de conocer Nápoles. Y las conversaciones con los taxistas, atascados en la Castellana como en una burbuja de tiempo mientras diluvia fuera, y tenemos el vino y las ostras y las tascas con solera. Tenemos las mesitas nuevas, forradas a terciopelo rojo y kitsch, de los cines Verdi de Bravo Murillo, donde pronto tendré una cita con un hombre que aún no conozco. A veces se nos hace de día contándonos secretos entre amigos en casa de Diego. A veces recordamos que tenemos mucho que decirnos.
Tenemos a Miguel D’Ors, tenemos su poema Insisto, y le queremos aunque no le quieran los suplementos culturales, o sobre todo por eso. “¿Quién soy? / Este intervalo de misterio / entre la rosa ardiente que corto para ti / y la rosa sombría que mi mano te tiende”, dice en otro. Tenemos los collages de Grete Stern para desmenuzar las pesadillas femeninas. Tenemos la Caridad romana de Gaspar de Crayer esperándonos en El Prado. Tenemos la gracia del camarero. Tenemos la bondad de los desconocidos.
“Todo lo que he escrito sobre nosotros es mentira / No es lo que fue sino lo que yo quise (…) Todo lo que he escrito sobre nosotros / es verdad / tu belleza / o sea una cesta de frutas en una mesa / en el campo / cuando me faltas tú / o sea cuando me convierto en la / última farola de la calle / del / último rincón de la ciudad / cuando tengo celos de ti / o sea cuando corro de noche / entre los trenes con los ojos vendados / mi felicidad / o sea río soleado que rompe sus / diques”, dice Nazim Hikmet. Respiro.
Tenemos reyes caídos y amantes ingrávidos que no pesan -¿qué es este milagro?-, no pesan radicalmente nada cuando se tumban sobre nuestro cuerpo al dormir en la noche caliente, como en los nidos de cuando fuimos pájaro. Tenemos la cortesía cuando es útil y el zafarrancho cuando es necesario. Tenemos el silencio cuando es elocuente. Tenemos los libros y los besos y la sátira, y a ellos me agarro. A ellos me agarro.