Ante las consecuencias políticas, diplomáticas y judiciales de la enésima tragedia en la valla de Melilla, podemos hacer lo de siempre. Enredarnos en el escrutinio del hecho consumado en busca de alguien a quien cargárselo, que como suele suceder en estos casos tenderá a coincidir con el más indefenso y con el que menos pudo influir en las circunstancias que terminaron por propiciar el desastre. Es lo que ya ha sucedido otras veces y todo apunta a que volverá a ocurrir. Siempre hay alguien que sale en la foto para mal, y nada más socorrido que echarle la culpa.
Sin embargo, quizá haya llegado el momento, si es que no llegó hace años, después de alguna de las desgracias anteriores, de promover una reflexión pública de mayor calado sobre unos hechos insoportables que no dejan de repetirse. Porque nadie se echa a la espalda la responsabilidad de intervenir con eficacia sobre los diversos factores que se conjugan para producirlos. Si una y otra vez hay que levantar cadáveres en las inmediaciones del perímetro fronterizo es por algo. Y no es ningún misterio.
El primero de los factores es la desesperación que mueve a miles de jóvenes africanos a exponer sus vidas, de esa y de otras maneras, a fin de huir de la miseria de sus países de origen y tratar de acceder al banquete de la opulencia europea. Ya se les puede decir que ese banquete no es para tanto: seguirá siendo mucho para ellos, mientras sus países estén como están.
El segundo factor, nos guste o no, es la existencia misma de una frontera terrestre de Europa en territorio africano. La idea de que basta con cruzarla para mudar de fortuna es un imán que no puede resultar más atractivo para esos desesperados que sueñan con escapar al infortunio de su origen. Y si coincide que la línea que han de atravesar presenta vulnerabilidades, entre ellas ser objeto de controversia entre los dos Estados que separa, la atracción se redobla. Con un poco de suerte, se puede confiar en la falta de entendimiento entre ambos para trasponerla.
El tercer factor es la insuficiencia de los recursos que se destinan a tapar la brecha, esto es, la valla y quienes padecen el poco envidiable destino de guardarla. Existen soluciones para hacerla virtualmente infranqueable, o cuando menos más fácil de defender, pero por su elevado coste sólo están instaladas en una porción mínima del perímetro. Y a la Guardia Civil, a la que corresponde legalmente el resguardo de fronteras, apenas se le asigna el refuerzo de unas pocas decenas de agentes para vigilar de modo permanente la cerca y sus muchos puntos débiles.
Así las cosas, una y otra vez se plantean situaciones en las que la acción de los desesperados compromete la integridad de la frontera. Con ellas han de lidiar quienes están a pie de obra: agentes alejados durante semanas de sus lugares de residencia para cubrir ese servicio, con la sensación de no disponer de los medios necesarios, siempre al albur de la mejor o peor voluntad del país vecino y abrumados por la violenta confrontación física con una muchedumbre de hombres jóvenes dispuestos a todo.
No es fácil, nos consta, actuar sobre el primero de los tres factores apuntados. Yen todo caso excede nuestras fuerzas. Por eso alguien debería meditar en serio sobre los otros dos. Y si a nadie se le ocurre una solución viable y justa para conseguir que esa frontera disputada y candente deje de serlo y se convierta en un espacio seguro para las personas, no queda sino asumir de una vez el deber de actuar sobre el tercer factor. Disponer una infraestructura que permita velar a la vez por la integridad de los inmigrantes y nuestros agentes. Desplegar estos en la medida y con las herramientas suficientes para encarar lo que venga.
Por eso la responsabilidad llama a la puerta ministerial. Y quizá no valga, en esta ocasión, ofrecer peones en sacrificio.