Es relativamente sencillo observar la cara de alguien y leerle un duelo amoroso. Está uno para pocas bromas y poca hostia. Te intentas reír y te sale un sonido asfixiado, como de hiena enferma. En el desamor no cabe el cinismo, como mucho, algún latigazo de ira y de ironía envenenada, revanchista, de esto que se nota que es imposible volver a la era mágica del tonteo, que es la era del no-reproche. Es normal, todos hemos estado ahí. Sabemos que no hay camino de regreso.
Uno se da cuenta de que está hundido cuando intenta cantar y no le sale la voz del cuerpo. Es la anatomía rechazando la cosa expectorante, la cosa alegre, expulsándola como un órgano mal trasplantado. Hace tiempo que entendí también que cuando uno está verdaderamente triste no escucha música triste, porque no puede escuchar música. Todo es un zumbido sordo. No puedo asegurarle a nadie que nos curen los psicólogos o nos cure sólo el tiempo, que al final también sale caro. Qué más da. Las cicatrices nos hacen sexis.
Esa cara-poema le vimos todos esta semana al pobre Miguel Bernardeau, en los vídeos de la diabólica promoción con Aitana de su película, teniendo que fingir que no lo habían dejado por el rédito empresarial, porque a ver eso quién es el guapo que lo vende si aquí estamos comerciando con morbo y purpurina. Lo de esta industria ya amenaza sádico. La ganadora de la ruptura se veía a leguas, y eso lo sabemos porque a veces también hemos sido Aitana. La risilla agitada, la despreocupación.
Cuando a alguien se la pela algo, cuando a alguien se la suda enteramente, también se le escribe en la cara la nota cómica, liberada, cantarina. Hay algún instante de compasión, como cuando la chica se empeñó en recordar que Miguel era "uno de los mejores actores de su generación, se lo digo siempre". Con esto te vienen a decir que te dejan igual, pero que al menos haces bien tu trabajo. Algo es algo. Hay palmaditas en el hombro que te dejan hecho polvo. Abracitos que equivalen a paliza de portero.
Lo que viene ahora ya lo hemos visto también: la vida de los supervivientes después de la catástrofe del amor, que eso no te lo rueda ni Disney, donde todo acaba en beso. Cuando el chico es el dejado, el espectáculo en redes a menudo sonroja. Ves al pibe copando Instagram con un montón de nuevos selfis extrañísimos, como en plano casi cenital, muy escarpados, muy vertiginosos, hechos confusamente desde arriba. Selfis de nuevo joven. El abandonado deja un reguero insolente de likes, como un rastro culpable y descarado, en cada foto de hembra humana que encuentra a su alcance en la red. Tiene su corazón en el feed hasta la prima del pueblo, hasta la del tambor.
Es su forma de decir "estoy aquí, he vuelto". Ponen una luz verde que se avista desde Cuenca. Contestan a las chicas stories con fueguitos y con "100", a caraperro. Esto te hace mucha gracia, por obvio, hasta que es tu ex el que lo hace, y entonces te da un poco de vergüenza ajena. Los chavales quieren pasar página rápido, pero nunca han sido unos grandes gestores emocionales del luto y la procesión por dentro camina lenta, aunque de cara al público lo disimulen.
Late una obsesión primigenia por volver a follar pronto, un poco a la desesperada, como si eso supurase alguna herida, cuando lo que hace es retomar la sangre, el asco, la melancolía, el vacío agarrado a la boca del estómago. El demonio no sólo vive en los detalles, sino en la comparación. Follar con amor es como beber agua con sed, dice Ana. Follar sin amor es lo mismo, pero estando empachado ya de líquido. Tú me dirás.
A mis amigos heterosexuales esto se lo tengo prohibido, por su bien. La espera forma parte de una vida intensa.
Algunos buscan a una chica que se parezca a su exnovia y, como dice C. Tangana, si la similitud física lo avala, dejan que se quede a dormir. Otros se enganchan a la primera que pasa y acuden religiosamente a los lugares (restaurantes, cines, viajes de verano) en los que fue feliz con su antiguo amor, al estilo cambio de cromos. Mal, mal. Las zonas en las que amamos a alguien que ya no está a nuestro lado deberían ser precintadas, por respeto del barrio, durante algunos años. Ya cortaremos la cinta. Ya volveremos a ese escenario, y entonces seremos otros.
En los peores casos, los chicos se apuntan al gimnasio y acuden compulsivamente para ciclarse (el músculo roto, el del centro del pecho, tardará mucho más tiempo en regenerarse) o se envician a las criptomonedas. De esta a lo mejor sales, pero arruinado. Desde esta tribuna tampoco lo recomendamos.
Otro punto habitual es volver a llamar a los amigos de los que habías pasado abiertamente desde que estabas enamorado. Ellos, como también han sido tú y sabían que volverías a este lado del río, te lo cogen y te sacan de tabernas a embrutecer el cuerpo y el espíritu. Te haces alguna foto grupal, "con el squad", "con los bros", "con los de siempre". Eso también es desolador y hermoso.
Diría que los hombres parece que olvidan más rápido (por su actitud pública), pero es sólo ego social. Un día el trauma enterrado les salta a la cara como la gota de limón que ibas a echarle al calamar frito, y sí que escuece. Secretamente sueñan con volver a la novia pasada durante años. Es el precio a pagar por tanto teatrillo.
Las mujeres, de entrada, olvidamos más lento. Respetamos más el tempo de las cosas, sin mucho alarde. Como mucho, nos cambiamos de peinado o nos cortamos el pelo como quien se rasga la coleta torera. Tardamos más en irnos a la cama con algún fulano. Tardamos más en regresar a los viejos lugares del viejo afecto.
Pero, eso sí: cuando una mujer olvida, es para siempre. Cuando una mujer olvida, no vuelve a quererte más ni un solo día de su vida. Ni un solo segundo volverá a pensar en ti. Esa es la maldición terrible, al cabo. El amor de una mujer (agárrate al timón) siempre es irreversible. Aquí todo es desmemoria. Suerte a los damnificados.