El régimen que está en las cabezas de la panoplia gobernante, por el que suspiran y excitan sus órganos políticos, es una república a la medida.
Todos los contoneos seudolegales y los rozamientos anticonstitucionales del sanchismo se ejecutan con el fin de enterrar el aparato fundado en 1978. Ya estaba esto en la voluntad fundacional de Podemos, no digamos entre el nacionalismo catalán o el vasco. Sorprende a algunos que el PSOE existente se haya echado también al monte. Pero desde José Luis Rodríguez Zapatero, verdadero fundador del podemismo, el partido socialista emprendió un novedoso camino.
Hoy, únicamente se diferencia de la formación morada por ciertos barones, la higiene personal y alguna corbata resistente. Desde luego, Pedro Sánchez le ha dado un estilo más canalla, un tono chulesco y una calidad cínica insuperable. Este fino tanatólogo no parece conocer límites en la tarea de desmontar el tinglado democrático. Sólo encuentra ya dos rivales institucionales (la Corona y los togados) y la consabida oposición parlamentaria, que disfruta leyendo las encuestas de voto y espera con ilusión al próximo otoño.
Luego está la indisimulada gestualidad del presidente del Gobierno con el jefe del Estado, máximo representante del régimen que se desea subvertir. Los momentos en que Sánchez ha alterado el protocolo frente al monarca se amontonan. El último numerito ocurrió el pasado lunes con motivo de la inauguración del AVE a Murcia. En la madrileña estación de Chamartín, el jefe del Ejecutivo se movía por delante de Felipe VI, saludaba antes a quienes esperaban en el andén y, última gracia del señorito, subía al tren el primero, ante el pasmo de los allí presentes.
Simbólicamente, el hecho no dejaba lugar a duda: la autoestima de Pedro es regia y corre pareja a su escasa educación. El rictus del rey era notorio, parece que incluso mantuvo con el díscolo presidente un breve y seco cruce de palabras mientras se dirigían al convoy, aunque se desconoce el tema tratado.
Algunos suponen que Sánchez le habría conminado a manifestarse en favor del golpe que se está desarrollando contra la independencia del levantisco poder judicial. En la Zarzuela los humores tienden a la irritación, el monclovita es reincidente. Esta vez, el desplante protocolario consistió en pavonearse por delante de Felipe, algo que no permite la formalidad establecida.
Pero pitorrearse de la figura real es sólo una natural consecuencia de las profundas pretensiones del gobernante. No le queda mucho tiempo en la poltrona (a tenor de las estimaciones de voto) y le interesa acelerar el golpe institucional. Pervertir el sistema, retorcerlo con el fin de mantener la jefatura, al estilo de ciertas repúblicas hispanoamericanas, tan inspiradoras en esos asuntos.
Si el programa de Pablo Iglesias fue siempre dinamitar la democracia desde dentro, el sanchismo lo está acometiendo sin disimulo, aunque encuentre las lógicas resistencias. El referéndum catalán que viene, el asalto al Tribunal Constitucional y un parlamentarismo de tono bolivariano (¡el poder del pueblo!, brama la histriónica bancada) son la première de un cambio de régimen en marcha.
La postrera pieza a batir es la Corona y, así, proclamar la nueva república, ineducada en su génesis sanchista, presumiblemente grosera cuando madure.