Es sabido que nada le gusta más al independentismo que tener razón. Que más que el poder o la libertad o la inmersión lingüística, lo que de verdad le pone es “cargarse de razones”. Y es normal, por lo tanto, que su primera y unitaria reacción a la crisis actual haya sido salir en tromba a decir que nos habían avisado.
Con ese extraño paternalismo del derrotado que ya habíamos visto en otros movimientos moralmente superiores a sus carceleros, como el feminismo y el black lives matter, donde se presume que si el hombre blanco es violento y opresor es porque el pobrecillo no ha aprendido todavía a relacionarse con sus sentimientos.
Os advertimos, dicen, que suspender la democracia en Cataluña tendría consecuencias y que los próximos en sufrirlas seríais vosotros. La diferencia, ha querido puntualizar Rufián, es que nosotros no os dejaremos tirados porque antes que independentistas somos demócratas.
En realidad, ni una cosa ni la otra. En realidad, ni tenían razón entonces ni la tienen ahora. Y se ahorrarían muchos ridículos muy peligrosos para todos si fuesen capaces de decirse la verdad y reconocer, de una vez por todas, y ahora en serio, que para hacer la independencia tenían que romper con la democracia española. Como reconocen sin rubor y con toda la razón del mundo cuando están contentos y crecidos que no es posible hacer una tortilla sin romper algún huevo.
Y por eso, en lugar de salir como perritos falderos del Gobierno, deberían haber salido en tromba pero al lado de Inés Arrimadas, a reivindicar su superioridad moral y a afearle a los socialistas catalanes y en particular a ese pobre hombre Zaragoza que el 6 y 7 de octubre hiciesen en el Parlamento catalán lo mismo que ahora critican en el Congreso de los Diputados. Sabiendo, además, que si ahora condenan como golpe de Estado lo que antes se hacían en nombre de la democracia es porque en realidad ni les interesa el Estado ni les interesa la democracia, sino que ya sólo les interesa el poder.
Que la reacción del independentismo haya sido de apoyo incondicional al Gobierno y a sus planes demuestra hasta qué punto es preocupante la desaparición de un nacionalismo ideológicamente centrado que sirva de equilibrio parlamentario y por lo tanto, y aunque sea por defecto, a la estabilidad del Estado.
Que el nacionalismo sea ahora tan dependiente de Sánchez y de la izquierda española como Sánchez y la izquierda española lo son del independentismo deja al Parlamento, quizás por mucho tiempo, sin esa extraña geometría variable que modera por miedo o por necesidad los excesos del entusiasmo ideológico.
Especialmente cuando los únicos que tienen principios e ideología en el Gobierno y en la bancada correcta del Parlamento los tienen digamos que bolivarianos, enamorados de las crisis y convencidos de que cada una de ellas es la penúltima oportunidad para perpetuarse en el poder.
Si el independentismo no ha podido salir al lado de Arrimadas no es solo por ideología sino por necesidad. A la fuerza ahorcan y la democracia española necesita tener siempre un nacionalista al que la oposición pueda sobornar. Si Rufián puede salir ahora a presumir de demócrata es sólo porque es, literalmente, insobornable. Porque nadie puede ahora, todavía, y quizás nunca más, hacer cambiar de principios ni de alianzas al nacionalismo catalán.
La absoluta y perfecta coordinación del nacionalismo y el Gobierno es, además, el perfecto corolario a la mendacidad de Sánchez.
Sánchez y sus socios no pueden, ni por fuerza ni por conveniencia y ni siquiera por error, separar sus caminos, sus principios y sus ambiciones. Hasta el punto tragicómico de que si Sánchez sale a decir que no habrá nunca ni un referéndum ni una consulta ni nada parecido en Cataluña, Rufián y los suyos ni tienen que romper sus pactos y ententes ni tienen siquiera que responder. Pueden limitarse a sonreír.
Todo el mundo sabe que pueden seguir confiando en Sánchez porque Sánchez es un hombre sin palabra.