Mi padre me leía las columnas de Manuel Chaves Nogales cuando yo tenía dos o tres años. "Te voy a leer una columna de Manuel Chaves Nogales" decía. Y luego me leía una columna de Manuel Chaves Nogales. Mi padre era un hombre de palabra.
Desde entonces, y por respeto a su recuerdo, siempre he llamado Manuel Chaves Nogales a Manuel Chaves Nogales. Nunca le he podido llamar de otra manera. Ni Chaves Nogales, ni Chaves, ni Nogales, ni Lisandro o Alfonsina. "Manuel Chaves Nogales". Como le llamaba mi padre.
Ese es el legado de papá. El de la coherencia del Registro Civil.
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¡Cómo me fascinaba el magistral uso que Manuel Chaves Nogales hacía del polisíndeton!
–Manuel Chaves Nogales es un titán del polisíndeton –le decía a mi padre cuando yo tenía dos o tres años.
–Y de las sinécdoques –contestaba él.
–Discrepo, papá. Su dominio de las sinécdoques es ciertamente inaudito, pero mírale los polisindetones a Manuel Chaves Nogales.
–Tienes razón, hijo mío de sólo dos o tres años. Menudos polisindetones los de Manuel Chaves Nogales.
–Hermosos polisindetones –respondía yo.
–Ubérrimos polisindetones –replicaba él.
–Exuberantes polisindetones –contestaba yo.
–Basta ya, Cristian –zanjaba él, probablemente para evitar llegar a ese punto de la conversación en el que uno no sabe ya si está hablando de figuras literarias o de otra cosa.
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Recuerdo también lo mucho que me gustaban a mis dos o tres años las palabras con pocas vocales y muchas sílabas.
"Contrarrevolucionario", por ejemplo, con la que además me identificaba ideológicamente.
O "anticonstitucional", que repetía una y otra vez a pesar de que estábamos en 1976 y del rechazo casi instintivo, balsámico y gimnástico que me provocaba, a mis dos o tres años, el iliberalismo.
O mi preferida, "pneumonoultramicroscopicsilicovolcanoconiosis".
Mi madre, en cambio, no era tan de Manuel Chaves Nogales. "Mamá, ¿me lees una columna de Manuel Chaves Nogales antes de dormir?" le decía yo. "Aléjate de mí, hijo de Lucifer" me contestaba ella. "Pues una de Julio Camba en su defecto" respondía yo.
Entonces, mamá hacía el signo de la cruz y se alejaba muy lentamente, caminando de espaldas, sin dejar de mirarme, mientras agarraba con fuerza el cuchillo de deshuesar jamones.
Fuimos una familia muy feliz.
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Por las noches me escondía bajo el edredón y jugaba a ser columnista. Me enroscaba una bufanda blanca alrededor del cuello, levantaba la barbilla y engolaba la voz, como perdonándole la vida a un auditorio imaginario. También bebía tinta roja y luego la tosía, fantaseando con una tuberculosis terminal. Me sujetaba el mentón mientras posaba con mi mejor gesto de escepticismo crítico y asentía mientras decía "ajá, ajá, ajajá". Me imaginaba ahogado por las deudas y jugueteando con una cuchilla de afeitar sobre el colchón caliente de una pensión de Lavapiés compartida con otros cinco columnistas dipsómanos. Uno de ellos tan quieto que probablemente llevara muerto ya dos o tres semanas.
Había nacido para columnista.
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Mi siguiente recuerdo es el de mi primera columna. La escribí a los 21 años y con toda la experiencia de una vida acumulada sobre mis cansados omoplatos de columnista veterano. Porque un columnista llega a su primera columna habiendo escrito ya 10.000 en su cabeza, de la misma forma que el resto de los hombres se pasa la vida entrenando mentalmente para un apocalipsis zombi. La vida no te puede pillar desprevenido.
Luego, el columnista se sienta frente al folio en blanco y no le sale ni una sola palabra. A esa maldición del columnista los columnistas la llamamos "la maldición del columnista". Porque columnas no escribiremos, pero ingenio nos sobra.
Algunos, de hecho, llegan a dar clases de columnismo antes de haber escrito su primera columna. Son los más admirados en el gremio. Porque escribir columnas es sólo el primero de los peajes indeseables que los columnistas hemos de pagar para poder ser columnistas.
Y es que el columnismo es un estado mental, casi místico, que se traiciona al plasmarse por escrito. Todas las columnas, incluso las mejores, las de los maestros de maestros, palidecen frente a esa columna sublime que todos los columnistas tenemos en la cabeza, pero que jamás escribiremos.
"¿Y por qué no te dejas de rollos y escribes esa columna de una puta vez si es tan sublime?" me dijo una vez el jefe de Opinión de mi diario. ¡Pero qué sabrá el jefe de Opinión de un diario lo que es una columna! ¡Como si el talento obedeciera a las grotescas necesidades del mercado y del periodismo y de los lectores!
A veces dudo de que a mi jefe de Opinión le guste el columnismo. Lo intuyo en su lenguaje no verbal cuando se pasea por la redacción moviendo los brazos como aspas de molino y gritando "¡estoy hasta los cojones de los putos columnistas!".
Son señales sutiles, pero están ahí para el que quiera verlas.
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Decidí escribir mi primera columna en El Oviedo, el restaurante donde tantos insignes columnistas, y alguna que otra musa de esas que te sintonizan los canales de la tele con un "buenos días", han compartido mantel y míticas parlas de sobremesa.
Siempre me he preguntado por qué los columnistas no escriben en sus columnas de los temas de los que dicen hablar en sus comidas en vez de escribir de sus comidas con otros columnistas. Pero tampoco he llegado a una conclusión definitiva.
Quizá se trate de ideas tan desopilantes que sólo pueden ser comprendidas en toda la amplitud de su genialidad por otros columnistas magnificentes, eminentes y masticables, jamás por los lectores de sus columnas.
Los lectores son el segundo peaje que deben pagar los columnistas para ser columnistas. ¡Qué felices seríamos los columnistas sin la obligación de escribir columnas para los lectores! Eso sería lo ideal y nos permitiría ser columnistas sin los mundanos obstáculos que nos impone esta putrefacta, afrutada y literal sociedad.
¿Qué será lo próximo que nos exijan a los columnistas, además de columnas y lectores?
¿Columnas que hablen de la actualidad? ¡Puaj!
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"Por favor, dígame dónde se sientan habitualmente los maestros de maestros" le dije al dueño de El Oviedo. "Allí", me respondió, y señaló la mesa más cercana a la puerta del WC.
–¿Vas a pagarme tú lo que me deben o también me vas a decir que eso lo paga el diario? –preguntó entonces el dueño, con el gesto derrotado de quien ha perdido ya toda esperanza.
–No, no, no –le respondí–. Yo soy nuevo, no he escrito todavía mi primera columna. Sólo soy maestro, no maestro de maestros.
Y añadí: "Un café con leche de soja y una galletita de anís, por favor".
Pero mi cerebro de columnista, rápido como un Spectrum 48K, anotó mentalmente: "La cuenta la paga el diario".
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Abrí la Moleskine con la solemnidad que merece una primera columna. Pero me di cuenta de que había levantado el meñique al hacerlo, así que la cerré de nuevo para abrirla por segunda vez, sin florituras esta vez. Un columnista vive eternamente rodeado de fans imaginarios y nunca sabe cuándo uno de ellos le puede estar grabando con el móvil.
Quería que mi primera columna lo tuviera todo:
1. Algún guiño a otros columnistas.
2. Reflexiones sobre el columnismo (con trece o catorce bastaría).
3. Alguna cita del maestro de maestros de maestros, es decir Manuel Chaves Nogales.
4. Alguna referencia a G.K. Chesterton.
5. Otra a Sabina.
6. Algún insulto contra Pedro Sánchez que nadie hubiera escrito antes ("felón", por ejemplo).
7. Algún ripio.
8. Algún taco sacado de El Quijote.
9. Alguna referencia a un oscuro cantaor de esos que no gustan ni a los gitanos.
10. La palabra "Sangenjo", para joder.
11. Pero también alguna alabanza al lobby de los columnistas gallegos, por si acaso me invitaban algún día a comer.
12. Adjetivos de tres en tres (siempre de tres en tres y escogidos al azar).
13. Y algún lamento sobre la triste, mineral y polivalente decadencia de España.
Cualquier cosa menos una idea.
Mucho menos, dios no lo quiera, información. Ese material vulgar, fungible, atlético, con el que trabajan los periodistas. Porque un columnista trabaja con lo eterno. Con lo infinito. Con lo bipolar. Y con el diccionario de sinónimos del WordReference.
Además, un columnista debe saber dónde están sus límites. Y esos son los de las cuatro esquinas de su cama.
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"¡Columnista de salón! ¡Columnista literario! ¡Vendeburras de cafetería!" dicen despectivamente de nosotros aquellos periodistas que no comprenden ni comprenderán jamás que un columnista se alimenta de otros columnistas, preferentemente muertos, como un caníbal se alimenta de otros caníbales, también preferentemente muertos.
Los muertos son nuestro maná.
¡Quién querría ser otra cosa que un columnista muerto admirado hasta la idolatría por aquellos columnistas que siguen vivos, pero sólo temporalmente! Un columnista viaja de su cama al Oviedo y del Oviedo a su cama porque cualquier otro contacto con la realidad equivaldría a contaminar su mente con superfluosidades. Como quien echa jabón en una placa de Petri donde florece un maravilloso hongo parasitario.
Un columnista de salón, además, opina sin saber porque opinar sabiendo de lo que se habla es fácil. Insultantemente fácil. Lo difícil es opinar sin tener ni la más remota idea, utilizando sólo la fuerza bruta del niputaideismo. ¡Kilopondios de niputaideismo! Ese es el verdadero talento.
Y por eso los columnistas siempre estarán un peldaño por encima de los periodistas, aunque uno por debajo de los poetas, esos demiurgos de la palabra. ¡Qué envidia dan los poetas! Ojalá alcanzar algún día el grado de niputaideismo del más vulgar de los poetas porque eso me convertiría en el más sublime de los columnistas.
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La columna me salió, modestia aparte, redonda, niquelada, dactiliforme. De premio con mi nombre, de hecho. "El maestro de maestros Cristian Campos gana el premio Cristian Campos de Columnismo Poético-Literario-Periodístico otorgado por la Fundación Cristian Campos y patrocinado por la marca de fulares Cristian Campos. Recibe el premio de manos del columnista Cristóbal Prados". Casi, casi podía imaginarlo.
Mi primera columna incluía un título transparente como las aguas de un rio siberiano: Los herrumbrosos ecos de las sombras, ¡quia!, que dejan los abedules del ayer. Pensé en titularla sólo Los, pero intuí que eso daría demasiadas pistas al lector.
La columna incluía una primera frase magistral: "Te estarás preguntando, querido lector, qué opino yo del tema que está en boca de todos los columnistas de este país conocido como Expaña".
La X era importante, un guiño para iniciados que muy pocos pillarían.
También incluía una segunda frase más magistral todavía, si es que eso era posible: "Y no me extraña, expañol que extrañas Expaña".
Luego, 57 líneas de elevadísima calidad literaria, sin puntos, hasta llegar al primer verbo.
A renglón seguido, una reflexión fresca, original y latifundista, por no decir valerosísima, inaudita y orbital, en la que coincidía de la A a la Z con los otros 22 columnistas de mi diario.
Y una conclusión final demoledora, a la par que misteriosa, de las que dan que pensar: "¡Joé!".
También pensé en cerrar la columna con un "¡Gñññ!" o, mejor aún, con un "¡Gññé!", que suena más eufónico, pero opté por un clásico. Conviene no abusar del lenguaje de la vanguardia literaria de 1865.
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Envié la columna a mi jefe de Opinión y pensé en el revuelo que generaría esta en los salones del poder madrileños. En los debates que haría brotar en los cafés de toda España. En las llamadas de Ferraz y de Génova a mi diario pidiendo su censura. En Felipe VI leyéndola y gritando "¡SE TENÍA QUE DECIR Y SE DIJO!". En las docenas de réplicas furibundas, laudatorias y astringentes que escribirían los maestros de maestros en cuanto leyeran mi debut.
Ya tenía el tuit preparado: "Si sólo puedes leer hoy una cosa, que sea esto", con una flechita señalando hacia abajo, como hacen los maestros de maestros con sus propias columnas.
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Para España era un día normal. Uno más. Pero yo sabía, con 24 horas de antelación, que mi columna del día siguiente iba a provocar un sacudida geotérmica, geológica y geoestratégica.
Que lo iba a cambiar todo, vaya.
Yo le había abierto a España la puerta del futuro. ¿Se atrevería España a cruzar esa puerta? ¿Dónde amanecerían los españoles mañana? ¿Una Tercera República? ¿Una guerra civil? ¿Un meteorito?
España iba a ser durante 24 horas la España de Schrödinger. Hasta que los lectores no hicieran clic en mi columna, nadie sabría si España seguía viva o había muerto.
Calculé, por lo bajo, 300.000 lectores. Quizá 400.000, si tenía la suerte de que me retuiteara alguna presentadora de La Sexta. Pensé en renegociar mi contrato e incluso le propuse a mi jefe de Opinión renunciar al pago fijo por texto a cambio de un micropago por cada clic conseguido por mi columna. "Por supuesto, cuando quieras, qué buena idea, ¿empezamos hoy?", me respondió.
Me ofendió un poco lo raudo de su respuesta. Como si no le hiciera falta ni siquiera calcular mentalmente cuál de las dos opciones era la más rentable para él.
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Al día siguiente, tras una noche sin dormir, volví a llamar a mi jefe de Opinión. La columna lucía en la parte noble del diario, la zona más alta de la Home. Seguramente se estaba leyendo con fervor mariano.
–¿Cuántas lecturas lleva mi columna?
–No lo quieras saber.
–No, en serio.
–¿Cuántas esperabas?
–300.000. O 400.000.
–Quizá deberías moderar tus expectativas.
–Me has cambiado el título.
–Es que me parecía tan bueno que no quería explicar toda la película en el tráiler.
–Me has retocado el texto.
–Has escrito frases de 57 líneas sin puntos y seguido. Era ilegible.
–Está hecho a propósito. Es voluntad de estilo.
–Es escribir mal.
–¿CÓMO?
–Así sólo escriben los adolescentes que imitan a Juan Benet. ¡Si al menos imitaras a Nogales!
–Se llama Manuel Chaves Nogales, no Nogales.
–Como quieras, si tu estilo es ese, pues qué le vamos a hacer.
–¿Eso ha sido un sarcasmo? Pues Cristina Pradillos, la nueva columnista de ¡Extra!, dice que sus columnas consiguen una media de 500.000 lecturas. Y este diario es más grande que ¡Extra! Será que el jefe de Opinión de ¡Extra! hace bien su trabajo.
–Será eso, sí.
–Estás siendo sarcástico, lo noto. ¿No te crees a Cristina Pradillos?
–No.
–¿Estás sugiriendo que es mala columnista? Suele comer en El Oviedo. No será tan mala columnista si come en El Oviedo.
–¿Dónde?
–Es el café donde se reúnen los columnistas para… da igual, no lo entenderás, sólo eres periodista. Pero deberías fichar a Cristina.
–¿Por qué?
–Dice el filósofo Crisantos Praderas que es la mejor columnista joven de su generación.
–Praderas chochea. Y no se ha leído una columna suya en la vida. Mucho menos la ha editado, porque se habría arrancado los ojos. Y Crisantos sigue teniendo ojos.
–¡No te atrevas a meterte con Praderas! ¡Es filósofo y profesor de universidad pública y lleva toda una vida dando lecciones magistrales sin tener ni la más remota idea de nada, como los grandes poetas! Además, ¿qué motivos puede tener un anciano de 83 años para alabar a una joven columnista de 25 a la que no ha leído?
–Los más viejos del mundo, Cristian. Los más viejos del mundo.
Y me colgó.
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De esto hace 15 años. Hoy sigo en el mismo diario y mis columnas consiguen a veces hasta 15 retuits en Twitter, lo que me convierte en maestro de maestros. No en maestro de maestros de maestros, obviamente. Pero sí en maestro de maestros.
Se puede decir que he llegado.
También suelen llamarme casi cada semana para presentar el libro de alguno de mis colegas columnistas. Es cierto que en esas presentaciones hay más presentadores que público, pero eso sólo demuestra lo afilado del columnismo actual. Nuestra ciclópea, frondosa y tostada voluntad de vanguardia.
A veces coincido en esas presentaciones con Crisantemo Campiñas, cuyas magistrales columnas le hacen acreedor al título de Manuel Chaves Nogales del siglo XXI. Aunque yo pienso que ese honor le debería corresponder más bien a Christian Sembrados, que escribió su primera columna con 87 años y que apuntaba maneras y, sobre todo, frescura. Pero murió un día durante una de nuestras presentaciones, de infarto fulminante, entre los brazos del maestro de maestros Cristino Llanuras.
Dice Cristino Llanuras que antes de exhalar su último suspiro, Christian Sembrados le dictó su última columna al oído, aunque yo todo lo que pude oír fue "deja de tomar notas en la puta Moleskine y llama a una ambulancia que me muero, joder".
Pero Cristino estaba más cerca, así que él lo escuchó mejor. Luego, Cristino publicó la columna póstuma de Christian Sembrados y se llevó nada más y nada menos que 23 retuits. ¡23! Qué suerte tiene el tío.
Gññé.