Se lo escuché a Garci una vez en la radio: en realidad, hay cinco estaciones. Las cuatro conocidas más la Navidad. El aserto está a punto de convertirse en verdad también en lo referente a la extensión temporal. Hagamos memoria: el último viernes de noviembre, a un mes justo de Navidad, ya fue un día complicado en Madrid. El encendido de las luces coincidía con un buen número de encuentros de empresa. Era imposible no sentirse invadido por toda la parafernalia de las fiestas a casi un mes de que empezasen a cantar los niños de San Ildefonso.
Eso deja esta semana que hoy comienza en una situación complicada. Los que van de Año Nuevo a Reyes son unos días muy nuestros. Una Navidad prolongada más allá del grueso de Occidente que culmina en una tradición peculiar por la que hasta el más cenizo de los scrooches castizos siente cariño, a poco que recuerde el niño que fue. Pero el modelo anglosajón que hemos importado obliga a dar el pistoletazo de salida a las fiestas casi cuando termina Halloween. (Doble importación. Mantendremos desde aquí una postura conciliadora. La fiesta en sí es bastante horrible, pero lo bien que lo pasan los niños con ella justifica el atentado estético).
El resultado a tanta anticipación es una fatiga navideña evidente hasta en el más capriano de los espíritus. Llegamos a enero desfondados. Las notas de Mariah Carey en otra story de Instagram más despiertan reacciones a medio camino entre Millán Salcedo y un francés que viviera la invasión nazi cuando oye hablar alemán. Melchor, Gaspar y Baltasar no merecen este desprecio. Por eso, vamos a proponer desde aquí un reenfoque de la celebración navideña.
Lo siento por Abel Caballero. Pero el frenesí navideño tiene que empezar un poco después. Hacia el puente de la Constitución ya se siente el mismo empacho turronero que sería normal cuatro semanas más tarde. Nos empeñamos en vivir la cuenta atrás como si nos deberíamos más a Love Actually que a La gran familia. Es un error más allá de patrioterismos de mondadientes. Es un error desde un punto de vista meramente logístico. Claro: en Londres o Nueva York no se abre un regalo a partir del 26 de diciembre. Nochevieja y Año Nuevo son fiestas mucho más independientes de la Navidad. En los países que hacemos Reyes están unidas; no las podemos dejar ahí aisladas, quitar las guirnaldas para volverlas a poner.
Otro día hablaremos de las diferencias entre ese sobrevenido burrito sabanero y Bing Crosby, entre Campana sobre campana y la dichosa Carey. Pero si vamos a estar escuchándolos de fondo en los espacios públicos más tarde que los demás, no es conveniente hacerlo igual de temprano en el calendario. En este otoño tan cálido los almacenes tenían desplegada todo el muestrario ante clientes que lo curioseaban en bermudas. Esto sí es una distopía y no Philip K. Dick.
Somos navideños. Sí, ¿qué pasa? De ahí estas líneas con las que sólo queremos llamar a la prudencia. Tenemos que llegar frescos a la noche del cinco de enero. Brindar con algo de energía al día siguiente y no con esa sensación colectiva de “por fin” que sólo piensa en llegar a casa para bajar los adornos al trastero.
Para ello, es indispensable atrasar un poco la invasión navideña. Se siente nostalgia por un tiempo intermedio entre la chancleta y la guirnalda. Tomémoslo con más calma para no desairar a Sus Majestades.
Es cosa sabida que el 7 de enero empieza el preverano. Por alguna razón misteriosa que la ciencia no ha alcanzado a desbrozar, los seis meses que separan Año Nuevo del estío pasan mucho más rápido que los tres que median entre el fin de esa estación y Navidad. Un escalofrío nos recorrerá cuando dormitemos un telediario en bañata y camiseta. “Ya se vende Lotería para el 22 de diciembre”. No, por favor. O sí. No vaya a ser que caiga aquí.