"La violencia, venga de donde venga".
No. Suele venir siempre del mismo lado.
Me niego a sostener que todos somos iguales. Que todos nos enfrentamos del mismo modo a la frustración de que no gobierne el partido al que votamos. A la frustración de que se lleven a cabo políticas con las que no estamos de acuerdo.
Me niego a sostener que todos, sean cuales sean nuestras ideas, reaccionamos igual cuando estas no triunfan.
No.
En España, la izquierda sale a la calle y pocas veces lo hace pacíficamente. Sus manifestaciones suelen tener un coste en mobiliario urbano y en limpieza. También vale para los nacionalistas y para los híbridos.
La derecha se manifiesta y no queda ni una colilla en el suelo. No se agrede a nadie (salvo verbalmente) y a falta de algo que criticar, la prensa de izquierdas no para hasta encontrar (o inventar) "una bandera con aguilucho" o un brazo en alto, aunque sea para saludar al de enfrente.
Porque en una manifestación de gente de derechas, no hay nada que rascar.
La izquierda hace escraches, impide que se ejerza la libertad de expresión en un espacio público, justifica que se utilice la violencia si la causa lo merece y nunca pide disculpas.
Para la izquierda, la mera presencia del que disiente (no necesariamente de derechas, dejémoslo en fascista) es una provocación que debe ser reprimida. No importa cómo.
Las mujeres de derechas no son mujeres, son ideología criminal con falda. Si se las agrede es porque van provocando. El "algo habrá hecho" como argumento infalible aplicado en una sola dirección.
Como decía el martes la socialista Susana Díaz respecto al escrache a Isabel Díaz Ayuso en la Universidad Complutense, "conociendo al personaje, Ayuso debe de estar encantada con la bronca, que es lo que busca, polariza bien".
Para la mayoría de la izquierda española no es malo acosar a alguien de derechas, tanto si es hombre como si es mujer. De hecho, hay algo heroico, mítico, legendario en hacerlo, aunque el riesgo (esto no es Irán, Venezuela o Cuba) sea nulo.
Si hablamos de izquierdas, no hay distinción entre las declaraciones de un ciudadano normal y corriente y un dirigente político (Gómez Reino, de Podemos: "A la señora Ayuso hoy no le hicieron un escrache, lo que pasó es que la estudiante con mejor expediente de la Complutense la situó en su sitio").
Porque un político de izquierdas, por mucho que pise moqueta, espere sus vuelos de vuelta a casa en la sala VIP de Barajas o cobre 100.000 euros anuales, sigue estando en la trinchera, luchando codo con codo con los del salario mínimo.
Y puede decir lo que le venga en gana.
Puede permitirse incluso apoyar dictaduras criminales o negarse a denunciar sus abusos por evidentes que sean. E incluso callar ante hechos que a cualquier persona decente le horrorizarían.
Recordemos si no el tiempo que el Ministerio de Igualdad de Irene Montero tardó en hacerse eco del asesinato de la joven iraní Mahsa Amini o el silencio de su partido ante el atentado yihadista de Algeciras. Ellos sabrán por qué.
Del político de derechas se espera, en cambio, que sea prudente, que no tenga ideas ni criterio propio y que, de tenerlos, se abstenga de manifestarlos.
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El político de derechas, cuando habla, polariza. El político de izquierdas simplemente tiene razón. Y legitimidad.
"Qué hubiera pasado si nosotros hubiésemos estado en el gobierno cuando se hizo esto o aquello" es una frase que debería eliminar de su razonamiento el político de derechas. Es irrelevante y le paraliza.
Si, como apuntan las encuestas, se produce un cambio político tras las próximas elecciones autonómicas y generales, la izquierda saldrá sin duda a la calle. Y lo hará sin necesidad de que un hipotético gobierno de derechas haya tomado una sola decisión. Hay que contar con ello.
Habrá quien piense que un pacto con Vox será la coartada para criminalizar cualquier gobierno del PP. No se engañen. No les hace falta.
Mareas blancas, verdes, azules, banderas cuatribarradas cubanas, comunistas, sindicatos de clase. Ya llenaron las calles con Aznar y Rajoy.
Y volverán a hacerlo porque lo que subyace en la izquierda es el sentimiento profundo de que la derecha, por mucho que gane las elecciones, no está legitimada para gobernar.
Porque, en el fondo, no cree en la democracia.
Por eso, no.
No somos iguales.