En una democracia, las penas que acaban recogidas (o no) en el Código Penal son fruto del juego político. Así debe ser, entre otras razones, para que la decisión más extrema que puede tomar una sociedad respecto de uno de sus miembros, privarlo de la libertad (o de la vida, en las dudosas democracias donde continúa vigente la inhumana pena de muerte) cuente con la legitimidad necesaria. Cuestión distinta es que con las penas se haga política, o que esta se reduzca a penar, mejor o peor.
Los resultados de estas dos últimas prácticas nunca son buenos, y basta acudir a la reciente hemeroteca española para comprobarlo. Los ejemplos son tantos que casi abruman.
Uno de los más llamativos, por su alcance y su repercusión más allá de nuestras fronteras, es la deriva penal del procés, en todas sus fases y manifestaciones. Desde el hecho mismo de acabar dirimiendo en la sala de lo penal del Tribunal Supremo (y en el TJUE ahora, y algún día en el TEDH) una controversia de raíz política, hasta la reconducción con indultos y reformas penales exprés y ad hoc de las consecuencias de la respuesta penal.
Que en lo primero tuvieran buena parte de culpa los que impulsaron el propio procés, al internarlo a sabiendas por la senda de las conductas punibles, y que en lo segundo hubiera razones que pudieran aconsejar mostrar cierta benignidad, no obsta a que el efecto redunde en descrédito del poder punitivo del Estado. Ni encarcelar a quien obra por convicción ni eximir a quien no se apea de sus actos ilícitos ayuda a fortalecerlo.
Este capítulo, además, no está aún cerrado. Aparte de los cargos intermedios del Govern pendientes de juicio, se ha sabido recientemente que a una cuarentena de agentes del CNP los van a sentar en el banquillo por las cargas en Barcelona el 1-O. Si a alguno de ellos le acabara cayendo una condena, por un delito castigado previsiblemente con menos pena que los indultados a los independentistas, no se entendería el agravio comparativo de no indultarlos a su vez, lo que de nuevo pondría en entredicho el valor del Derecho penal para contener los excesos policiales.
Otro caso paradigmático de promiscuidad indeseable entre lo político y lo penal es el acercamiento de presos de ETA a las cárceles vascas. La idea de que cada traslado es el pago a EH Bildu por alguna votación en el Parlamento no puede resultar más aberrante, desde el punto de vista penal. Más habría valido, una vez desaparecidas las razones para la anterior política de dispersión, moverlos a todos a una y a cambio de nada.
Pero quizá el ámbito en el que la confusión entre el poder punitivo del Estado y la agenda política de los partidos resulta más funesta sea el de los delitos contra la libertad sexual.
A la vista está: una reforma penal que tuvo como detonante una sentencia luego revocada en casación, en un caso en el que los responsables ni mucho menos resultaron impunes (al revés, se los penó severamente), que se defiende como un avance en la protección de las víctimas de estos delitos y que ahora hay que rehacer a toda prisa ante el escándalo de cientos de rebajas de penas en casos juzgados con arreglo a la ley anterior y la perspectiva del abaratamiento penal de los casos futuros.
Cabría preguntarse por qué ha salido tan mal la jugada, una vez que está claro que el argumento de la ideología de los jueces, dada la disparidad que existe entre los que suscriben las revisiones de penas, sólo sirve para consumo de partidarios a todo trance de la ministra impulsora de la fallida reforma.
Y quizá la razón principal sea, justamente, ese exceso de política en la decisión de política criminal, en su raíz y en sus objetivos. Sólo eso explica que sus artífices fueran incapaces de recapacitar, a pesar de todas las advertencias que recibieron.