Ana Obregón ha sido madre por gestación subrogada a los 68 años. Ha pagado para que otra mujer geste y dé a luz a una niña que ahora ella se lleva a casa con la esperanza, según sus palabras, de "no volver a estar sola".
Y para qué más.
Tan pronto como se ha sabido, la España de Twitter se ha convertido en un solo debate. Que si Ana Obregón está mal de la cabeza. Que si no ha superado la muerte de su hijo. Que si más que madre será abuela. Y así hasta centrar la cuestión en lo particular y no en lo general.
Lo relevante no es si Ana Obregón es mayor ni, mucho menos, si media un duelo irresuelto que a muchos se nos antoja inimaginable.
Lo relevante es que sólo hay una razón por la que Ana Obregón ha salido de un hospital con un bebé gestado por otra mujer: porque quería y podía.
Pero que la paternidad sea un deseo no lo convierte en un derecho que otro deba satisfacer a cualquier precio. De hecho, en una relación de filiación, los derechos los tiene el niño y las obligaciones, los padres.
En realidad, Ana Obregón no es más que un símbolo. Una foto en la portada de una revista. Pero esa niña no lo es. No es un símbolo, ni papel couché. Es una vida con la que se ha traficado. Y eso tiene implicaciones sociales.
Hoy, cuando la realidad y la voluntad chocan, la primera sale perdiendo siempre. En el caso de la gestación subrogada, lo que nos estamos jugando es con qué reglas queremos jugar y qué cartas consideramos que están por encima de nuestra voluntad si no queremos convertir el tablero en un casino.
[Editorial: Sólo sí es sí, salvo que Irene Montero diga que no]
No basta sólo con defender que la mujer gestante acceda libremente a ese acuerdo. Como si el mero hecho de decir que sí a un acto lo convirtiera en bueno y pudiese así una deshacerse de las consecuencias afectivas y emocionales que irremediablemente conlleva un embarazo. Tanto para la mujer como para el bebé.
Si el consentimiento va a ser el único criterio de la legitimidad, irremediablemente se abre la puerta a otros actos que nos abocan a una sociedad en la que todo es mercantilizable.
No basta tampoco con ponerle a la gestación subrogada el apellido de "altruista" para que los buenos deseos camuflen la realidad. Como si el altruismo pudiera emboscar, bajo una pátina de gratuidad, las implicaciones morales graves que tiene el caso. Porque en ese intercambio habrá una vida que siempre estará siendo mercantilizada: la del bebé.
Ese debería ser el foco. Y si evitamos convertir esto en una cruzada personal contra una mujer mayor que sufre como cualquier otro ser humano que desea un hijo y no puede tenerlo de forma natural, quizá podamos hacernos las preguntas que tocan.
Preguntas como la de si queremos vivir en una sociedad que instrumentaliza y despersonaliza los cuerpos de las mujeres. Que convierte a los niños en un objeto de deseo destinado a satisfacer las carencias de los adultos. Que sublima la voluntad del individuo por encima de la propia realidad de las cosas.
Si creemos que sí, que debemos hacerlo, es porque asumimos que no hay líneas rojas ni nada anterior al derecho positivo. Si creemos que no, será porque consideramos que existen cosas anteriores al derecho positivo y, por tanto, dignas en sí misma.
Y esas "cosas" existen.
Lo que demuestra el debate suscitado por Ana Obregón es que, si se quiere evitar la gestación subrogada, va a cobrar mucha importancia qué debates son los que elegimos tener. Porque habrá un momento en que no serán sólo las ricas las que compren, ni sólo las pobres las que gesten.
Pero algo inviolable en la humanidad de la persona seguirá estando allí. Y merecerá la pena que lo protejamos.