Los niños de provincias que nos fuimos a Madrid a buscarnos la vida -o a perderla- regresamos a casa en Semana Santa y nos reencontramos con el anhelo último: sólo queremos dar un paseo con nuestra madre.
Pasan los años y una entiende que es imposible saber lo que se quiere, en la vida, en general, que te la pasas auscultando tu propio deseo, pero es escurridizo y hace trampas: toma formas engañosas, se esconde detrás del apetito aparente. Vas dando bandazos. Consigues lo que creías que deseabas y resulta que no era eso: siempre era algo que estaba un poco más allá.
Es el engranaje del ansia: nos hizo correr detrás de fantasmas, nos hizo enamorarnos y desenamorarnos, nos hizo pensar que seríamos felices -por fin- cuando consiguiésemos ese trabajo, o cuando durmiésemos con un cuerpo ingrávido de pura fascinación -más cómodos aún que con nosotros mismos: en un nido caliente-, o cuando obtuviésemos la aprobación de alguien admirado, o cuando pagásemos el alquiler holgadamente y nos sobrase para hacer fiestas, o cuando consiguiésemos decir lo que soñábamos con decir, pero era todo una alucinación, una ficción volátil y cacareante, vacua, huera, errática, porque lo que en realidad queríamos era dar un paseo con nuestra madre.
Hemos tardado en entenderlo. A ratos nos cegó el brillo, la gilipollez, las vanidades. Pateamos el mundo buscando no sé qué cosa, atravesando las noches, conversando con gente de todo tipo, avanzando a ciegas, enterrados en intuiciones y en pulsiones de aventura, nos sentimos sublimes y ridículos, nos miramos en el espejo de nuestras parejas, sabiendo que su elección decía más de nosotros que de ellos, creímos en la suerte y la echamos a rodar, probamos drogas y tragamos fármacos para no llorar al abrir la boca, y al final lo único que queríamos era dar un paseo con nuestra madre.
Lo sé porque estos días en mi casa de Málaga reconocí en mí un sopor antiguo, una relajación mundial que me llevó a dormir doce horas de un tirón como cuando era niña marmota sin pesadillas, como duerme una cuando siente que nadie puede hacerle daño, y me supe a salvo en mis sábanas suavísimas y entre las paredes donde me hice grande, allí donde huele a suavizante por todo el pasillo y una gaviota desorientada cruza la mañana y llega el viernes santo comiendo papas y huevo porque el mundo es sencillo y perfecto, glorioso en sus milagros domésticos.
No hay un lugar como la casa de tu madre, ningún centro de operaciones parecido, ningún jodido parador de cinco estrellas, y será así hasta la muerte aunque desde la ventana de tu cuarto se vea la estación de tren como para recordarte que siempre te estás yendo y que ahora pagas el precio de vivir lejos de lo que amas. Para qué tanta carrera y tanta independencia y tanta ambición y tanta hostia si se acaba otro día sin poder ver con mi madre una película irrelevante puesta a posta para quedarnos dormidas y al rato, medio fritas, darnos la mano de sofá a sofá, con ternura sonámbula.
Yo creo que el tiempo se está yendo gota a gota y ya nos es imposible volver al cuarto de las témperas y el chocolate, de los besos y las fiebres.
“La vida es una sucesión de pérdidas”, dice mi madre caminando por el muelle. Yo creo que el día que no pueda volver a casa a estar con ella significará que jamás volveré a alimentarme de verdad, ni a descansar de verdad, ni a tener paz de verdad, nunca en la vida, y siempre estaré indefensa hasta que algún día sólo esté muerta.
Pasan las décadas y nos da miedo, a los niños de provincias nos da miedo envejecer sin la mirada de nuestras madres y que ellas envejezcan sin la nuestra, porque uno sabe que el amor es mirar cómo cambia una cara y no tenemos claro a qué saco roto están yendo todos los días donde nos perdemos el nacimiento de una peca nueva.
Cuando estoy en casa de mi madre, me despierta a voces desde la cocina: “Lorena, cariño, buenos días”. La escucho hacer café y se dice a sí misma, como si yo no pudiera escucharla: “Esta niña es problemática”.
Pero la oigo perfectamente y sonrío.
Le diré de pasear.