Ya casi resulta aburrido hablar de los parabienes y paramales de la Inteligencia Artificial y de cómo herramientas como ChatGPT han venido a revolucionar la actualidad. Pero que la maquina devoradora de información busque ahora nuevos cotos de caza no significa que la noticia pierda actualidad ni que el terremoto haya cesado.
Sectores como la educación aún no han sido capaces de asimilar estas nuevas herramientas tecnológicas. Pero ya hemos escuchado alzarse las primeras voces críticas. Y ya hemos escuchado tañer campanas agoreras desde la academia que aventuran vientos de cambio.
Hablar de la academia como un ente homogéneo, donde trabajan todos a una para lograr metas comunes, o pensar que siempre está a la zaga de los adelantos científicos y tecnológicos en su labor de guiar a los alumnos al conocimiento y hacer avanzar a la sociedad hacia las estrellas, es a todas luces una ingenuidad y una quimera. Y no pasa nada por reconocerlo.
En algunos casos, hasta puede que sea bueno que así sean las cosas. Quién sabe.
El mundo académico, con sus luces y sombras, es un cuerpo con muchísimas cabezas y que sólo avanza cuando los actores intervinientes están convencidos de hacerlo. O, por lo menos, cuando no están en contra de dar un pasito timorato hacia no se sabe dónde.
Pero el mundo, el otro, el que no se detiene a pensar tanto las cosas, va mucho más rápido. La realidad cruda no da pasitos de bebé, ni lleva patucos de algodón, ni arrastra penosamente un andador buscando dónde recuperar el aliento. Da grandes zancadas y a veces parece que volara.
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La irrupción de ChatGPT es un ejemplo más de cómo la realidad supera con creces a la ficción. Pero, lejos del tópico, cuando aún no sabemos las consecuencias reales de la implantación en la educación de las TICs (Tecnologías de la Información y la Comunicación) y si estas son positivas o negativas, aparece un nuevo actor que ha venido no sólo para quedarse, sino para crecer y multiplicarse.
Mientras tanto, el neurocientífico francés Michel Desmurget se desgañita en el desierto mediático recordándonos que nuestros hijos son menos inteligentes que nosotros, en gran medida por el uso indiscriminado de las pantallas (La fábrica de cretinos digitales, Península, 2020).
El gurú de la web 2.0 Jaron Lanier nos exhorta por su lado a abandonar las redes sociales que él mismo ayudó a crear (Diez razones para borrar tus redes sociales de inmediato, Debate, 2018). Lanier nos hace saber que los ejecutivos de las empresas tecnológicas más importantes con sede en California llevan a sus hijos a colegios como el Waldorf of Peninsula, donde lo alumnos no ven una pantalla hasta la secundaria. Las cuidadoras de esos niños tienen prohibido, por contrato, usar teléfonos móviles en presencia de sus vástagos.
Ha aparecido hoy una herramienta que ofrece la posibilidad de elaborar con un solo golpe de clic todo tipo de trabajos monográficos, composiciones musicales, poemas, redacciones, resúmenes de libros y hasta defensas en juicios, informes periciales, trabajos de fin de grado, tesis doctorales y un largo etcétera aún por descubrir.
Eso y seguramente mucho más es capaz de hacer el ChatGPT en su versión número tres, que además es gratuita. La cuarta versión cuesta veinte euros al mes y pronto saldrá la quinta.
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"¡To'er mundo e'güeno!" decía Manuel Summers hace más de cuarenta años. Pero esta presunción de la bonhomía del animal humano tan rousseana es algo que la academia no está dispuesta a poner a prueba ante la picaresca de algunos alumnos.
Así que ya se han escuchado las primeras voces que afirman que volveremos a los trabajos escritos a mano. Nada de enviarlos por correo electrónico ni de dejar un archivo en Word en alguna plataforma.
Seguro que, ante estas voces, los fabricantes de lápices, bolígrafos y libretas están felices. Ni en los sueños más húmedos de los impresores de cuadernillos de caligrafía podrían haber imaginado algo así. Porque si bien lo que prima es lo escrito, el cómo se escriba también suma. Desde primaria a posgrado, imagino a los alumnos haciendo ejercicios de caligrafía en sus ratos libres.
Y aunque también pueden copiar el trabajo de una pantalla, muchos profesores han vuelto a desempolvar aquel viejo refrán que rezaba: "Quien copia lee tres veces".
Así que, ¡mira qué bien!, leerán más. Todo son ventajas.
Desde tierras anglosajonas, la academia aboga también por la defensa oral de los conocimientos en las evaluaciones. Defender un trabajo de fin de grado, de máster o de doctorado siempre ha sido así. El aspirante tiene la obligación de defender oralmente su investigación frente a los sinodales, intentando no desmayarse mientras hiperventila y le suda hasta el alma.
Pero hacer esto cada trimestre, semestre o evaluación anual, con clases que pueden ir desde los quince a los doscientos alumnos o más en algunas facultades es un disparate. El arte de la retórica y el hablar en público debería ser imprescindible en todo sistema de enseñanza, es cierto. Pero con prisas y trastabillando no salen nunca bien las cosas.
Nos queda todo por recorrer en este camino de las inteligencias artificiales y la educación. Lejos de los miedos y las miradas siempre erradas a un pasado que se nos puede llegar a antojar mejor, lo que debemos hacer es aprender cómo y para qué son útiles estas nuevas herramientas. No dejarnos atrapar por el miedo a lo desconocido, pues es labor de la academia aprender para poder enseñar. El misoneísmo, la aversión a lo nuevo, siempre demostró ser inútil.
¡Pero ojo! Tampoco todo lo nuevo es bueno. La neofilia también carga con sus propios fantasmas y demonios.