A ciertas queridas de España el sábado por la mañana los ojillos les hicieron chiribitas frente al televisor: hay esperanza, se dijeron levantando el meñique mientras sorbían el té, performáticas, observando a Camilla Parker con más años que un gnomo siendo bautizada como reina de Inglaterra.
La literatura nunca nos da para tanto como la vida. Jamás la otra llegó tan lejos, jamás una amante resultó tan icónica e institucional, jamás la dama de la alcoba irrumpió en la primera fila del mundo de una forma tan estruendosa y radical. Camilla caminó y las flores se secaron a su paso. Ella es nuestro caballo de Atila. La princesa murió, aquí tenemos a la reina. Nunca un salto tan olímpico. Nunca una victoria tan incontestable para una mujer que jamás fue guapa, ni especial, ni aclamada por las masas, pero que era, simple y llanamente, la única mujer que el viejo príncipe siempre quiso. Por la que soñó amanecer convertido en támpax, como una visión de Kafka rodada por Torbe.
Y ahora, mírenles. Coronados. Coronados.
Sentí el temblor de la laca de las señoras en peluquerías de todo el mundo. Sentí la voladura universal y atónita de las pelucas, el pánico de las permanentes. Las chicas de barrio y las chicas de palacio son la misma chica cuando son la otra. Las chicas de barrio y las chicas de palacio son la misma chica cuando esperan.
La infidelidad fue la única democracia posible, la que elevó un ratito a las casquivanas novias de nadie, que decía Sabina. Mi arquetipo predilecto. Mis niñas favoritas. En ellas arrancan las canciones y las novelas. Ellas desafiaron al amor civilizado, a los recibos y a las escenas de sofá.
Pero a estas mujeres les contaron otra cosa, un relato muy diferente al que hoy copa las pantallas: les dijeron que la amante nunca ganaba (¿qué es "ganar"?), que para ella no había final feliz, que nació condenada a ser la subcampeona de la caja de afectos del hombre, no más que una existencia de repuesto, una posibilidad de aventura. Ésta habría sido tu vida si hubieses sido valiente, man. Menos mal que con la bravura de los maridos, de entrada, no contamos para hilvanar la Historia. Ya en otro mundo. Ya pa' la próxima.
La amante aprendió a hacer cola en el mercado de la carne repartida del hombre deseado. Una amante sólo puede ser paciente. Una amante sólo tiene unas horas de cuerpo estrecho, una cita semanal para el amor, unas duchas con el agua contada (como de vacaciones en África encañonada por Greta Thunberg), un mensaje intempestivo y caliente, una lencería nueva doblada con mimo en el cajón, y el suelo de la casa y las cortinas y la alfombra llenas de sexo y de morbo y de ternura controlada y de ausencias más o menos gratas, por el tema de que el barbecho es fundamental para el erotismo. Pero puede ser un patrimonio suficiente.
La otra opción es dar la cara comiendo arroz con conejo con los suegros los domingos y encargarse de los juguetes de los niños al caer la Navidad. Ese regalo para quien lo quiera.
Yo creo que nuestra visión rancia del mundo nos ha hecho asumir equivocadamente que la amante siempre era una mujer enamorada hasta las trancas, porque no nos termina de entrar en la cabeza que una chavala pueda disfrutar de un affaire sin obligaciones, renunciando a la foto y a la oficialidad (tan previsible, tan artificial, al cabo).
Pero para muestra, un botón: no hay nada como no querer algo para conseguirlo. De hecho, Camilla lleva toda la vida toreando a Carlos, no muy convencida de querer estar en primera plana. Vamos, tan poco convencida que hasta llegó a casarse con otro y a recomendarle a él que hiciera lo propio. Digamos que Camilla ha peleado para no tenerle, y por eso le tiene. Es la aritmética fatal del amor.
Quizá porque Camilla sabía lo esencial, y es que son los relatos no oficiales los que cuentan la verdad de la vida. Uno no es quien aguanta el tipo en los almuerzos empresariales o en las comuniones de los sobrinos; uno jamás se parece en nada al que sonríe en la foto de su graduación o, aún peor, en la del día de su boda. Uno es un auténtico pingajo, un ser humano falible lleno de pasiones bajas y de secretos, de deseos macarras, de sueños sucios, de vicios tímidos. Por eso lo mejor de nuestras vidas es lo que los demás no van a conocer jamás.
Nosotros, pobres almas errantes, crecimos escuchando a Pimpinela cantar A esa: "A esa / que le puede costar hacerte feliz una hora por día / a esa / no le toca vivir ninguna tristeza / todo es alegría. / A esa vete y dile tú, que venga. / Yo le doy mi lugar. / ¿Qué quieres probar? / Que recoja tu mesa / que lave tu ropa / y todas tus miserias. / Que venga. Que se juegue por ti. / Quiero ver si es capaz de darte las cosas que yo te di". Y cómo no íbamos a entender a este mujerón pelirrojo.
[El éxito de la resistencia ante los prejuicios: Camila se corona]
Escuchamos también a mi amado y pusilánime José Luis Perales, quizás el único hombre en España que nunca puso los cuernos, en Tentación: "Tú eres la aventura, la risa, la ternura / y ella es el cimiento de mi hogar".
Escuchamos a las esposas y a los hombres culpables, pero jamás les dimos el micrófono a las amantes, o quizá sólo se lo prestamos para contar penurias y tragedias (al estilo moralista y disuasorio, para que las chicas no se fuesen más con hombres casados, ¡zorras!). Ahí Romance de la otra, de mi hermana Concha Piquer: "Yo soy la otra, la otra / y a nada tengo derecho / porque no llevo un anillo / con una fecha por dentro. / No tengo ley que me abone, / ni puerta donde llamar / y me alimento a escondidas / con tus besos y tu pan". Qué bajona.
Menos mal que a este lado ya se acabó el rollo. Las chicas ya no quieren ser más la Zarzamora. Ahora quieren ser Camilla Parker, reina rara de Inglaterra. Resuenan las voces en los mentideros de España: "Allá va una de las nuestras".