Cuando Ximo Puig resolvió las cuentas en 2015 con una suma sencilla que dejaba al PP (¡veinte años después!) sin posibilidad de gobierno, los valencianos se preguntaron si sería el verdadero presidente. A ciencia cierta, desconocemos si a Puig, con una personalidad por descubrir, le asaltó la misma pregunta. ¿Acaso es disparatado dudar de uno mismo cuando tu aliada es la mujer más poderosa de Valencia?
De poco valía ese pensamiento, en realidad, porque las victorias y las derrotas son relativas sin bipartidismo, y las legislaturas son largas. Lo que no quita que un cronista especule, con mucha o sin gracia, sobre qué pasó por la mente de los héroes de la remontada. ¿En qué pensó Mónica Oltra sobre el alcalde de un pueblo sin costa de Castellón ante la posibilidad tantas veces soñada de cambiar la dura vida de la protesta por la moqueta blanda del Palau?
Durante cuatro años, con el apoyo de Podemos, PSPV y Compromís gobernaron con cierta placidez. Cuando Mónica Oltra se lanzó a la campaña de 2019, por un anticipo electoral que sólo deseó Ximo Puig, gritó a los cuatro vientos que Compromís es "sostén, calor y color" de la coalición. Y en un ejercicio de optimismo muy natural en la izquierda, se dirigió a sus seguidores y anunció como noticia lo que aterra a los conservadores: "El cambio es imparable".
Lo cierto es que la Mónica Oltra de 2019 había perdido parte de los atributos y la fortaleza reunida en 2015, cuando los valencianos pedían calor y color tras la grisura de los últimos años de Francisco Camps, a quien destruyeron anímica, moral y políticamente. Pero la izquierda valenciana no se explica sin Mónica Oltra.
Si el valenciano no perdona un traje, tampoco el abuso de menores sin padres. La despedida de Oltra definirá su biografía. "Me voy con la cara bien alta", claudicó. "Però amb les dents apretaes". Porque Oltra apretaba los dientes, los puños y hasta el alma como el último sacrificio del sistema: "Mi caso pasará a la historia de la infamia política, jurídica y mediática de este país".
La verdadera infamia reservó un titular mejor: "Este país sufre un problema cuando no nos defendemos de la extrema derecha. Nos están fulminando de uno en uno con denuncias falsas. El día que ustedes quieran reaccionar, los habrán fulminado también".
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La derrota del calor y el color explica la victoria de un hombre desconocido. Sólo los periodistas y los alicantinos sabían de Carlos Mazón. Pero con el apoyo de los 13 de Vox y las siglas, a diferencia de Borja Sémper en San Sebastián, le basta. Los 40 escaños obtenidos por Mazón quedan muy lejos de los 55 escaños del último Camps. Pero duplican el resultado de las elecciones de 2019, cuando el PP se quedó en 19. A nadie se le escapa que por la suma de los 18 huérfanos de Ciudadanos. Y poco más.
Quienes comprendieron las municipales y autonómicas como la primera vuelta de las nacionales tienen un acólito más: Pedro Sánchez. Al anticipar las elecciones de diciembre a julio, se le descubre el fracaso, la ambición y el miedo. A perder más de un millón de votos. A animar la disidencia interna.
Al Partido Popular, a ocho semanas de las generales, se le abre un nuevo mundo. La construcción de un Juanma Moreno en Valencia. Quizá otro en Aragón y otra en Extremadura. Y así hasta culminar el propósito de la mudanza madrileña de Alberto Núñez Feijóo: el cambio de poder desde las regiones, como un contraataque imparable desde las bandas, con campo por delante. Quizá no sea suficiente. Pero enfrente sólo tiene una izquierda exhausta, desperdigada y sin ídolos, salvo Pedro Sánchez.