Ya estoy de vuelta en Ucrania.

En Chasiv Yar, en la zona de Bajmut, es donde me he enterado de la noticia del motín de Prigozhin.

Visto desde aquí, este caso tan turbio trae consigo dos misterios y una certeza.

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Primero, el misterio de la extraña ingenuidad de Putin.

¿Cómo es posible que este hombre que mantiene contacto con sus servicios secretos las 24 horas del día haya podido dejarse engañar de tal manera?

Explicación: el abuelo.

Sí, Putin tenía un abuelo que se dice que es la única persona en el mundo a la que ha querido un poco.

Y, al igual que Prigozhin, surgió de las bandas callejeras de San Petersburgo para convertirse en su chef personal; este querido abuelo, Spiridon Ivanovich Putin, resultó haber sido el chef de Lenin y Stalin, su hombre de confianza, su catador.

Prigozhin, durante la toma de Rostov.

Prigozhin, durante la toma de Rostov. Telegram

Un catador no te traiciona.

Un catador es como un perro, dispuesto a morir por su amo si es menester.

Por eso, por muchas veces que Putin presenciara las fanfarronadas de su catador, sus provocaciones cada vez más insensatas, por mucho que se le fuese informando en tiempo real de los preparativos del motín (porque poner en marcha a 25.000 hombres, ocupar un cuartel general tan estratégico como el de Rostov, marchar hacia Moscú, organizar relevos y asambleas no es fruto de la improvisación), por mucho que lo tuviera delante de las narices, simple y llanamente, no se lo creyó.

Anecdótico. Pero novelesco. Y los tiranos, por desgracia, también desempeñan su papel en la novela humana.

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Luego tenemos el misterio de la bufonada de Prigozhin y la farsa que supuso su cambio de postura total al cabo de unas horas.

Me lo imagino como un Bonaparte de opereta.

Una nueva versión del golpe de Fiume, pero aún más patética y sin el garbo del que hacía gala D’Annunzio. Putin, un dechado de indulgencia en esta ocasión, evocó incluso 1917 y comparó a los secuaces de Wagner con los comités de soldados de los bolcheviques.

Otros evocaron la Operación Valkiria, cuando los generales alemanes intentaron derrocar a su amo en julio de 1944. E inevitablemente también nos viene a la cabeza la imagen de una versión tipo gánster del general Boulanger, que pronto se encontrará, no suicidándose sobre la tumba de su amante, sino defenestrado en Minsk o sucumbiendo a un vodka aliñado con polonio.

Aquí, en Ucrania, tenemos una explicación más prosaica. Prigozhin es un mercenario.

Su contrato terminaba dentro de unos días, a finales de junio.

En ese momento, el plan de Rusia era contratar a su soldadesca e integrarla en el Ejército regular; en resumen, dejar de pagarle.

Pero a un mercenario que se va a quedar sin cobrar solo se le mete una idea entre ceja y ceja: ir a por lo que se le debe valiéndose de todos los medios posibles e imaginables de presión, extorsión y chantaje.

Y si el cliente cumple... pues fantástico. Se acabó el teatrillo. Todo el mundo a casa y él, a Bielorrusia.

*

Lo que es seguro, sin embargo, es que el “amo de todas las Rusias” es el gran perdedor de toda esta historia.

Hete aquí un hombre al que el mundo —con excepción de los ucranianos— tomaba por un buen jugador de ajedrez.

Hete aquí un dictador al que se consideraba un hombre de mármol, un alma de piedra, un zar con puño de hierro y reflejos de acero.

Hete aquí el señor de la guerra al que tanto temíamos, cuyos implacables cálculos nos aterrorizaban y del que, cuando los ucranianos exigían aviones y cañones, se nos decía que era capaz de llegar a ataques de escala insospechada.

Este hombre ha permitido que unos cuantos miles de sangrientos payasos recorrieran 800 kilómetros Rusia a través sin hallar resistencia alguna.

Se ha quedado de brazos cruzados, impotente, mirando cómo derribaban un helicóptero, asaltaban el cuartel general estratégico de la “operación especial”, cómo charlaban con los oficiales de la guarnición como si Prigozhin fuera su líder y cómo sembraban el pánico hasta Moscú.

Ha observado con asombro cómo pueblos y ciudades recibían a estos hombres entre vítores, coreando “¡Wagner! ¡Wagner!” a su paso, pidiéndoles selfis, dándoles unos café, otros palomitas o flores.

No ha habido un solo tanque que se opusiera a esta farsa y los propios enlaces locales del Servicio Federal de Seguridad mantuvieron una actitud de prudente expectativa.

Este hombre ha demostrado que, no contento con fracasar en Ucrania, ya ni siquiera controla su propio país.

Y esa sensación difusa de fuerza contenida y “decisionismo” infalible que no deja de ser el motor del miedo que inspiran los dictadores se ha volatilizado en un abrir y cerrar de ojos.

Se ha volatilizado en Ucrania, donde los últimos que aún albergaban dudas ya saben que, como me dijo el rabino de Umán al comienzo de la guerra, Putin es un tigre de papel.

Se ha volatilizado en Rusia, donde ahora sabemos que el emperador está desnudo y que, como tras el fallido golpe de agosto de 1991 que precipitó la desintegración de la URSS, otro golpe —más duro en este caso— podría acabar con el régimen en cualquier momento.

Y también se ha volatilizado en Occidente, donde ya no es descabellado pensar en términos totalmente nuevos en esa hipótesis que tanto nos aterrorizaba, la del tirano en sus últimas que decide intentar una huida hacia adelante y recurrir a medidas extremas: ¿quién puede creerse todavía que, en la cadena de mando que haría falta para llevar a cabo semejante locura, los mismos que casi lo abandonaron por Prigozhin se pondrían de acuerdo, mañana mismo, para suicidarse con él?