Están tumbadas bocabajo, y a la arena del desierto aún no le ha dado tiempo a cubrir los cuerpos. Se llamaban, porque es importante ponerles nombre, Fati y Marie. En las fotografías que tenemos de ellas, en las que tenemos de ellas vivas, madre e hija miran a la cámara con distintas actitudes. La niña sonríe con la inocencia infantil de quien se cree invencible. En los ojos de la madre se adivina la tristeza de un presente infernal y un futuro imposible.

Yo les pido que miren de nuevo la fotografía. Madre e hija yacen en la arena del desierto libio como si trataran de arrastrarse hacia la pequeña sombra de un ridículo arbusto. Fati parece haber caído desmayada, muerta, literalmente, de sed. La pequeña, de seis años, se tumba a su lado, acurrucada como cuando duermen juntas, tratando de despertar a su madre, la persona que la ha protegido siempre, hasta que ella también muere bajo el sol abrasador del desierto. Quizá en sus últimos instantes llegó a entender la crueldad humana en toda su magnitud.

Allí las había dejado el ejército tunecino, como a tantos otros cientos de extranjeros pobres, abandonados en medio del desierto que delimita la frontera con Libia, sin nada más que sus pies descalzos para atravesarlo y unas ganas infinitas de sobrevivir que no fueron suficientes, casi nunca lo son, para obrar el milagro de cruzar el inmenso arenal con vida. 

Nadie se echa al mar con su hijo si lo que tiene detrás no es más peligroso. Nadie cruza un continente si lo que tiene detrás no es la muerte. Nadie, y quizá hace falta buscar un ejemplo del primer mundo para entenderlo mejor, se lanza al vacío desde las Torres Gemelas si el incendio a su espalda no fuera ya humanamente insoportable

Imagen de archivo de una patera interceptada por Salvamento Marítimo en aguas de Alicante.

Imagen de archivo de una patera interceptada por Salvamento Marítimo en aguas de Alicante.

Pero claro, protestamos, en Europa no cabemos todos. Si abrimos la puerta de nuestra casa a todos los que quieren entrar, nos hundimos juntos. Somos buenas personas, pero no está en nuestra mano. ¿No? Además, primero, nuestros pobres. 

Es obsceno comprar alegremente en una app una camiseta de cinco euros y una falda de seis que recorre medio mundo hasta llegar a nosotros, producida en una dictadura que mezcla lo peor del capitalismo y el comunismo, confeccionada por mujeres que trabajan dieciocho horas seguidas y que se lavan el pelo en los veinte minutos que tienen para comer porque ya no saben de dónde sacar el tiempo. Mujeres a las que les quitan buena parte del ínfimo sueldo que reciben si cometen algún error.

Esas prendas están manchadas de esclavitud. Pero aquí las publicitan influencers y las adquirimos alegremente porque son baratas, hay muchas tallas y copian a otras marcas. Si el esclavo es otro parece no importar. 

Lucimos ropa made in India que han cosido mujeres también en jornadas de dieciocho horas, sin pausa para comer ni beber agua, sin descanso, todos los días de la semana, en lugares insalubres y sin condiciones de seguridad. Luego sólo nos entristecemos un poco cuando una de esas fábricas sale ardiendo y mueren todas ellas. 

Conducimos orgullosos nuestros coches eléctricos (¡cuánto estamos haciendo por el planeta!) sin pararnos a pensar si el cobalto de las baterías que los mueven ha sido extraído gracias al trabajo esclavista de hombres, mujeres y niños en el Congo.

Permitimos también la esclavitud de personas en nuestras calles. Los que piden para una mafia. Las mujeres prostituidas en pisos y burdeles. Los migrantes que recogen fruta casi gratis en condiciones infrahumanas. Las temporeras violadas por el capataz. 

Nos bañamos en un Mediterráneo en el que se ahogan decenas de desesperados a la semana. Uno de esos cuerpos, el de una niña de meses, llegó hace unos días a una playa catalana

El círculo esclavista termina, de nuevo, en la foto de Fati y Marie, en la muerte de los que intentan huir para que sus hijos tengan una vida digna, un futuro. Al menos eso, un futuro. ¿Quién de nosotros no lo haría?