La campaña electoral más sucia de la democracia ha dejado secuelas. A esas secuelas se ha aferrado el PSOE para negar la posibilidad de un acuerdo con el PP que evite la tóxica dependencia de los partidos nacionalistas vascos y catalanes. "¿Cómo pactar con quien no ha hecho otra cosa que insultarte durante la campaña?" dicen en el PSOE.
EL ESPAÑOL se pregunta hoy qué cabe considerar como "insulto" y cuáles de esos "insultos" deberían ser considerados motivo suficiente para negar cualquier posibilidad de pacto entre los dos principales partidos españoles. ¿Son esos "insultos" realmente tan ofensivos como para ameritar la voladura de cualquier puente entre PP y PSOE? ¿O son sólo el pretexto para una decisión tomada de antemano y que condena a los españoles a una legislatura de mayor inestabilidad, incluso, que la que dejamos atrás?
La realidad es que los insultos y los exabruptos, más o menos groseros, más o menos sutiles, más o menos inteligentes, han formado parte de la retórica de la política desde los orígenes del parlamentarismo. Fingir que uno de los dos principales partidos españoles se ha comportado con exquisita corrección mientras el otro se revolcaba en la charca de los insultos y las descalificaciones es faltar a la verdad.
Tanto PP como PSOE han recurrido, si no a los insultos como tales, sí a los improperios, las invectivas y las mofas. Fingirse ofendido por ello es tan hipócrita como ventajista cuando tu rival ha anunciado su intención de buscar un acuerdo de Estado que evite la dependencia de Sumar, ERC, Junts, EH Bildu y PNV.
Decía Jordi Pujol que la política es "un gran ejercicio de desmemoria". Lo decía, entre otros motivos, por los gritos de "Pujol, enano, habla en castellano" que los seguidores del PP le dedicaron frente al balcón de Génova tras la victoria de José María Aznar en 1996. Poco después, PP y Convergència y Unió firmaron el Pacto del Majestic.
¿Debería haber rechazado el pacto Pujol por los insultos de los simpatizantes del PP, ni mucho peores ni mucho mejores que los que el nacionalismo le dedicaba a diario al resto de los españoles? ¿Y entonces qué debería hacer el PP frente a los gritos guerracivilistas de "no pasarán" de los socialistas congregados el pasado domingo frente a Ferraz?
¿Y el PSOE con el eslogan "que te vote Txapote" que cantaban los populares en Génova a esa misma hora?
Si la línea roja para llegar a acuerdos con otro partido político fuera el insulto, ningún partido español podría pactar con ningún otro. Porque Sumar, EH Bildu, PNV, ERC y Junts han hablado despectivamente del PP y de Vox, por supuesto, pero también del PSOE. Y eso no parece que vaya a frenar a Sánchez a la hora de buscar un acuerdo con ellos.
Tanto PP como PSOE se han acusado mutuamente de trumpistas, de mentirosos y de asaltar las instituciones (el CIS, RTVE o la Fiscalía por parte del PSOE, el CGPJ por parte del PP). El PP ha catalogado al "sanchismo" de movimiento "sin escrúpulos". El PSOE ha acusado al PP de "poner en riesgo la democracia" y de "querer llevar a España a 1975".
Ninguna de esas expresiones es más que oratoria política. Oratoria que, por desgracia, ha adoptado las formas del populismo de los partidos nacionalistas, de Podemos y de Vox. En un mundo ideal, los políticos se expresarían con exquisita corrección y atacarían a sus oponentes con delicados ejercicios de esgrima retórica. Pero ni este es un mundo ideal ni el resultado de las elecciones deja espacio para este tipo de hipócritas recelos.
Lo que sí es insulto, en concreto a los ciudadanos, es fingir que esos insultos son el verdadero motivo del desinterés por llegar a acuerdos de Estado.