A Carles Puigdemont, como al mejor Ronaldo, cabe reconocerle el descaro para enfilar portería. Los más viejos del lugar recordarán que, en el mundo anterior a la pandemia, este hombre agitó a cientos de miles de catalanes para levantarse contra su propio país. Y cientos de miles de catalanes correspondieron. Así que el hombre se sintió legitimado para decidir la separación de Cataluña de España, de sacar a Cataluña de la Unión Europea y de la OTAN, y de hacerlo de la manera más penosa.
Con un censo al que accedieron ilegalmente y una factura pasada a usted, contribuyente. Con la posibilidad de repetir el voto a voluntad (sí, sí-sí-sí, sí-no-sí-sí), y sin embargo con unos niveles de participación ridículos (43%). Con unos resultados (90,2% a favor) menos fiables que en la Bielorrusia de Lukashenka y a espaldas de la otra mitad del Parlamento, improcedente para el caso.
Con estos mimbres se reunieron un puñado de diputados y diputadas y fundaron la república catalana, o lo que fuese, y al cabo de un rato los golpistas recularon y unos entraron en prisión y uno se escondió en un maletero y cruzó la frontera y envió saludos desde Bélgica. Y no dejó de enviarlos durante seis años. Y nadie estuvo para devolverlos hasta este verano, en un giro inesperado de Las cuatro estaciones, cuando a Pedro Sánchez le entró el deseo y la voluntad y la urgencia de mantenerse en el poder a costa de ciertas cosas.
De modo que Puigdemont, con sus siete escaños y setenta mil votos menos que el Partido Popular en Cataluña, convocó a los periodistas con aires de Luis Rubiales y ofreció una comparecencia para el recuerdo. "El Gobierno español nunca ejecuta los presupuestos aprobados por Cataluña, y la falta crónica de inversiones genera absurdidades como que para ir en tren de Barcelona a Valencia se tarda el doble que en ir de Bruselas a París o casi una hora más que de Bruselas a Londres", explicó. "La lista es muy larga, y no es ahora el momento de reiterarla. Sólo lo menciono para constatar que todas estas carencias materiales no las ha resuelto el autonomismo ni el constitucionalismo. Es una evidencia, no una opinión".
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Quizá por el fracaso del autonomismo y constitucionalismo español, pensó, corresponde una oportunidad al protectorado ruso. Porque, de todos los pecados almacenados por Puigdemont y su corte, los editoriales y telediarios omiten los más inquietantes. El viaje de Víctor Tarradellas a Moscú tras las votaciones. Las escapadas de Josep Lluís Alay para no hablar "de caviar, ópera o vodka", sino de "la creación de un Estado independiente". La campaña de Russia Today a favor del golpe y la estrategia tomada de los eventos de Crimea en 2014, cuando los rusos arrebataron la península a Ucrania. Los 10.000 soldados ofrecidos por un emisario del Kremlin, Nikolái Sadovnikov, y 500.000 millones de euros para echar a andar.
La lista es más larga, y no es ahora el momento de reiterarla. Pero lo más divertido del asunto es que, mientras Puigdemont exige el reconocimiento de la culpa de España, el Parlamento Europeo investiga los vínculos con el Kremlin y el Gobierno busca fórmulas para disculparse. Eso es, en esencia, esta amnistía: una humillación para los españoles. Y un alivio para quienes llevaron a los catalanes al vértice de la guerra, al otro lado de la locura.
A Puigdemont cabe reconocerle el descaro para enfilar portería, pero ni la Malta del 83 ofreció menos resistencia. Lo peor de todo es que todavía queda una parte del país balbuceante, que arrastra los pies y rebaja el debate a la constitucionalidad, la soledad y los días. ¡Como si fuese un coloquio de juristas! Qué sé yo. De haber aparecido los 10.000 soldados rusos, a la vista de su desempeño, quizá habríamos acabado antes.