El nacionalismo fraccionario ha logrado, con su chantaje permanente al Estado durante las últimas décadas, que cristalice institucionalmente la idea plurinacional de España. Algo así como un archipiélago de naciones, pero sin unidad entre sí.
Fingiendo que no existe una lengua común, el catalanismo ha conseguido este miércoles en el Congreso que para que dos españoles se entiendan, en una institución que representa a la Nación entera, deban recurrir a un pinganillo de traducción simultánea.
Traducción simultánea, además, que ni siquiera sirve de puente entre hablantes de lenguas regionales distintas (de euskera a gallego, por ejemplo, o de gallego a catalán), sino para que dos personas que hablan perfectamente español terminen finalmente entendiéndose… en español.
Y es que todo lo que va a escuchar Rufián cuando Aitor Esteban hable en euskera, como expresión de su auténtica identidad, será en el advenedizo y espurio español. Sus señorías dejan de hablar en español sabiendo que, si se quieren entender, tienen que volver a él, pero pasando por el paripé del Estado plurinacional, que es el peaje que Sánchez quiere pagar al catalanismo para sacar adelante un próximo gobierno.
Se trata, en definitiva, de obviar y de sacrificar el español, considerada como lengua impropia, incluso hostil e invasora en determinadas regiones, pero para terminar entendiéndose en él, como no puede ser de otra manera, al ser la única lengua común hablada entre españoles. El acuerdo entre los separatistas sólo se puede producir a través del español, lo que es prueba paradójica, eso sí, de la cohesión nacional de España.
Ahora bien, esta escenografía de un Congreso plurilingüe y con pinganillos no es un mero camelo, como suponen algunos, minimizando la gravedad del asunto. Porque lo que se pretende con ello es anticipar la idea de un Estado plurinacional negando la condición de nación a España, y así abrir el camino a su desmembración, cuyo primer paso es el de la incomunicación.
Se trata de considerar las regiones españolas como naciones encapsuladas lingüísticamente, mutuamente aisladas, como mónadas sin ventanas, cerradas, atrincheradas, incontaminadas en su propia mismidad lingüística y cultural, convirtiendo a España en una pura carcasa epifenoménica, coyuntural, reducida, en el mejor de los casos, a servir de puente interpretativo entre culturas nacionales auténticas, autosuficientes (autónomas) y con lengua "propia".
España, sencillamente, sobra. Es prescindible. El español valdría, a lo sumo, para tratar asuntos entre esas naciones, asuntos internacionales, quedando España representada por el instrumento que sirve de mediación: el pinganillo.
Y es que el poder ideológico del lenguaje, interpretado como reservorio espiritual de valores eternos (Volkgeist), es muy pregnante. Superado el tema racial, es a eso a lo que se agarra el nazionalseparatismo para hacer presa sediciosa sobre los Estados nacionales (canónicos).
El Congreso aprueba definitivamente la reforma de su reglamento que implantará las lenguas cooficiales en toda la actividad parlamentaria.https://t.co/5VJ2CyFNX3 pic.twitter.com/YJhX4LdLAb
— EFE Noticias (@EFEnoticias) September 21, 2023
Porque tratar de sacar adelante la idea de que, por ejemplo, los gallegos somos una raza diferente del resto de españoles, como quisieron Murguía o Risco, era harto difícil. Mirando para el paisanaje, y comparándolo con el del resto de España, no había manera de ver ahí una raza aparte. Sólo al abrir la boca se distinguirían un gallego y un castellano. Aunque tampoco mucho. Es más, cada vez menos.
Así que, sobre todo a partir del año 1945 (una vez que la idea de raza quedaba liquidada), había que llevar la diferencia a la invisible metafísica, puesto que ni la anatomía ni la lingüística, por lo menos en su interpretación funcionalista, eran suficientes. Apareció así la idea de cultura e identidad cultural, tomada del estructuralismo francés, con la diferencia como idea estrella, para engordar la hinchazón hechodiferencialista.
Las lenguas son vistas, desde aquí, como depositarias de valores espirituales. Como tesoros culturales cuya conservación, frente al expansionismo de las koinés invasoras, justifica la creación de un Estado que las proteja.
Es así que el pinganillo se convierte no en un instrumento de comunicación, sino más bien de incomunicación, y que fija el término fronterizo, el muro lingüístico, sobre el que echar el cierre. El pinganillo divide, no une, y consagra el portazo dado en favor de la separación entre españoles. El pinganillo es cerrojo y no llave de comunicación. Un cerrojazo de una España que se quiere babelizada como antesala de una España fraccionada y ya inexistente.
Este es el nuevo logro de este nuevo giro de tuerca del gobierno "progresista": que un gallego, un vasco, un catalán, un murciano, un valenciano, un andaluz, un manchego, un extremeño, un castellano, un montañés, un canario o un balear necesiten intérprete para terminar entendiéndose en español.