Conviene siempre tener un populista cerca (en la oposición, mejor que en el Gobierno, a ser posible) como se tiene una veleta, para saber por dónde sopla el viento. Un populista, sonda para medir la profundidad de todos aquellos charcos en los que saltan cada mañana. Sismógrafos de los cataclismos ideológicos. Porque un populista es aquel que todas las cosas complejas del universo las explica en una rueda de prensa como si escribiese la colección infantil aquella de Teo: "Teo asegura que la amnistía cabe en la Constitución", "Teo condena todas las violencias". Einstein, pero al revés…
El populista habla y habla, sin tener ni idea de lo que está diciendo porque sus conocimientos de política internacional se resumen en que una vez en el colegio concertado en el que estudió les llevaron a Lourdes. Y los de economía en que tiene un primo que le hace la declaración de la renta que le sale a devolver.
El populista no puede evitar cacarear todas las mañanas para sobresaltar al personal, es su naturaleza, lo hace porque su vanidad se lo exige, ya que la vanidad es lo que les queda a aquellos que no tienen educación. Un populista es aquella frase que te decía tu padre de pequeño: "Hijo, cuando hablas sube el pan", pero a ellos se ve que no se lo repitieron lo suficiente. A un populista se le reconoce porque se considera un pastor y por eso le dice a sus votantes cada mañana en qué terruño pastar y en qué praderas se pueden recostar.
Conviene tener un populista cerca para escucharlo con atención y en consecuencia huir en dirección contraria de la que señala con el dedo, porque el populismo son las nuevas preferentes, un engaño disfrazado del que vendrán arrepentidos los estafados en menos de una década cuando se den cuenta de que ahí no había rentabilidad, sino un agujero del que no les podrá resarcir ninguna asociación de afectados y menos un tribunal.
Un populista es un tipo capaz de decir una cosa y su contraria en la misma frase sin sonrojarse y, lo que es aún peor, de no decir absolutamente nada. De quedarse mudo ante el mal, de ser tibio con los asesinos y ambiguo con los bárbaros. Tiene, el populista, algo de adivino que todo lo vio venir, pero a toro pasado. Hay un populismo en España que hemos institucionalizado con toda naturalidad hasta ponerlos en el Gobierno que es el del descrédito a las instituciones y en consecuencia a todos los españoles: a la Corona, al CGPJ, al Constitucional, al Supremo, a los jueces y a las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado.
Ahora mire alrededor e identifique a ver quién le vende la tierra prometida, quién le dice que su moral es errónea, casi fascista y márchese con prisa en otra dirección.