Llueven bombas junto al Mediterráneo. Qué contraste tan espectacular y tan singular el que ofrece un mar tan hermoso, y tan pacífico, en el que se refleja de forma cristalina todo lo que puede provocar la ira humana. El odio que lo mueve todo y que convierte a los palestinos de Hamás en asesinos. El rencor ante el daño y la humillación sufridas, que transforma a los militares israelíes en máquinas de matar.
Resulta sencillo odiar a quienes masacraron a cientos de ciudadanos de una forma aterradora en los kibutz cercanos a Gaza o a los jóvenes que bailaban en el festival Supernova. También resulta sencillo sentir repugnancia y desolación mientras esperas, sin poder hacer mucho más, a que los israelíes destruyan, sumidos en la furia de su venganza, barrios enteros del territorio palestino que muchos consideran la cárcel al aire libre más grande del mundo.
Pero lo primero sucedió, y supuso un baño de sangre macabro y colosal. Nunca debió ocurrir, resulta injustificable desde cualquier punto de vista mínimamente humano, pero tampoco sucedió gratuitamente. Lo segundo está ocurriendo ahora mismo. Mientras escribo, mientras lees. Esta casi increíble ola de muerte, de odio, solo va a crecer y, desafortunadamente, va a hacerlo exponencialmente en los próximos días y semanas. No se conocen los límites potenciales de esta nueva guerra en un viejo conflicto que, en esta ocasión, supera todas las líneas rojas. Ya no hay normas, ya no hay respeto a nada, y mucho menos a los derechos humanos que hace tiempo que los han hecho desaparecer del territorio que se disputan palestinos e israelíes.
Pero no es tanto la lucha por el territorio, sino la interpretación más fanática de la religión, el elemento que permite a decenas de milicianos superar muros inteligentes en parapente, o en motocicletas, y asesinar bebés o acribillar familias. Los israelíes, consternados por la matanza y sometidos a la frágil sombra de sus secuestrados en las esquinas más sensibles de su mente, no han parado en su ánimo de hacer todavía más caótica y comprometida la vida en esa franja junto al mar. Ese lugar sembrado de túneles subterráneos en los que es factible defenderse, pero imposible escapar.
Como ocurre siempre, los responsables de estas decisiones no sufrirán en su carne lo que hacen pasar a sus compatriotas. Como escribió el músico californiano Jackson Browne en su canción protesta más poderosa, Lives in the Balance, “puedes contar con ellos para que nos digan quienes son nuestros enemigos/ pero ellos nunca son los que combaten o los que mueren”.
El horizonte junto al Mediterráneo gazadí sucumbe ante una última muestra inclasificable de estupidez humana envuelta en una espiral de violencia con escasos precedentes que conduce a un solo lugar que, este sí, habitan unos y otros indiscriminadamente: la miseria, también la espiritual, más absoluta.