Santiago Abascal no es reconocido por su capacidad de moderación ni por su tibieza. Eso ya lo sabíamos. Pero su último exabrupto, ese en el que sostiene que llegará el momento en que el pueblo querrá colgar a Pedro Sánchez por los pies, supera la mayor parte de los límites conocidos en cuanto a decencia política.
Eso de colgar a los líderes políticos por los pies lo conocen bien en Italia, país en el que estará el jefe del partido ultra este fin de semana. El 28 de abril de 1945, un grupo de partisanos capturó a Benito Mussolini mientras intentaba huir a Suiza disfrazado de soldado. Lo ejecutaron y después lo colgaron por los pies en una gasolinera de la Plaza Loreto junto a su amante Clara Petacci. Estas dramáticas imágenes forman parte del imaginario visual e histórico de varias generaciones.
Abascal no concretó, en sus declaraciones ahora refrendadas una segunda vez, si creía que el pueblo español también desearía ejecutar a Sánchez, o someterlo a los ultrajes que vivió Il Duce en sus últimas horas de su vida, o si sólo se trataba de colgarlo por los pies por diversión o algo parecido. Eso habría que preguntárselo. O mejor no.
Claro que si Abascal fue capaz de realizar semejantes declaraciones a los periodistas, cualquiera sabe qué le dirá a Elon Musk (vaya peligro, esos dos juntos, si es que logran comunicarse), o a Giorgia Meloni, la primera ministra italiana, en la gran fiesta de esta, la convención anual de las juventudes de Hermanos de Italia.
Los ciudadanos desconocemos la razón por la cual nuestros políticos se han acostumbrado a ignorar los límites de la dignidad en sus críticas hacia sus compañeros de profesión. Indudablemente, debe exigirse una compostura mínima, un respeto mínimo, tanto con respecto a sus manifestaciones en el Congreso como a lo que trasladan a la prensa.
De otro modo, aparte de avergonzarnos a todos, ya que son nuestros representantes y los hemos elegido para esa labor, solamente consiguen alimentar una crispación social que ya está notablemente avanzada y que, desde luego, no está necesitada de contiendas nuevas, la mayor parte de las veces aún más hirientes que faltonas.
Estas últimas palabras de Abascal, la burla frívola y exagerada de Sánchez a Alberto Núñez Feijóo, cuando se rio de él porque había dicho que no era presidente "porque no quería". La traducción auténtica del "me gusta la fruta" de Isabel Díaz Ayuso. El "es un mierda" del actual ministro de Transportes, Óscar Puente, a Toni Cantó cuando aún era alcalde de Valladolid. O el más reciente "escoria" con el que el presidente de UPN, Javier Esparza, ha calificado a los dirigentes del Partido Socialista Navarro.
Los ciudadanos no necesitamos nada de esto. No existe el insulto como estrategia política. Estos ataques dialécticos desautorizan a quienes los ejecutan.
Sin embargo, es cierto que una parte de la población se regocija en ese contexto repleto de insultos y banalidades. Se trata de los más afines a sus políticos de cabecera, los que nunca escuchan la otra versión, los que ignoran todo aquello que no coincida con su propia opinión, los que descalifican criterios que no refuerzan el suyo.
Esa minoría que se ríe con la alusión a Txapote o a la fruta, que vive la política como una suerte de espectáculo de masas del que quiere formar parte. Como si los políticos fueran futbolistas y ellos, sus hooligans.
Pero la gran mayoría queremos argumentos inteligentes y buenas razones. Proyectos políticos con interés para los ciudadanos. Buscamos la prosperidad de nuestra sociedad en asuntos económicos y en derechos sociales.
Y, desde luego, no queremos ver ni a Sánchez, ni a ningún otro político, colgado de los pies en una plaza pública.