La Fundéu de la RAE ha elegido polarización como palabra del año. Las razones son claras, incluso obvias. No sólo la hemos utilizado mucho, sino que además la hemos escuchado en multitud de discursos o leído en decenas de artículos. Ha protagonizado el título de varios ensayos muy reseñables del año que termina, como Polarizados. La política que nos divide (Deusto), del sociólogo Luis Miller, entre otros.
Pero, sobre todo, se ha escogido esta palabra porque estamos más polarizados que otros años. Lo atestiguan los estudios demoscópicos. No sólo por cuestiones de política nacional, como la Ley de Amnistía, los pactos postelectorales o la política territorial.
También por asuntos de otra índole, en muchos casos cultural, que nos empujan a agruparnos en torno a uno de los polos en los que se organiza ahora la discusión pública a través de las redes.
No es un asunto exclusivo de España, sino de todas las democracias occidentales, que han seguido el rumbo que marcó hace unos años ya Estados Unidos, y que ya analizó el periodista Ezra Klein en su recomendable Por qué estamos polarizados (Capitán Swing, 2021).
Una tendencia general que se expresa de distintas maneras según las coyunturas y los acentos locales, pero que responde a razones de fondo muy extendidas. España no es ninguna anomalía en este caso, como casi en ninguno.
Los culpables habituales los conocemos: las redes sociales y las nuevas herramientas de comunicación instantánea, así como nuestra propia naturaleza más asentada, se unen a los rescoldos materiales y anímicos de la crisis de 2008, la desigualdad, la falta de expectativas de las clases medias o el deterioro de los servicios públicos para formar un combo corrosivo para la conversación pública.
Y, cómo no, se culpa a los partidos, acusados de incentivar un tribalismo que hace imposible el diálogo entre ambos polos. Sobre esto último es difícil e injusto hacer generalizaciones, porque no todos atizan por igual la polarización.
Pero lo cierto es que el lenguaje político se ha avinagrado por momentos, haciendo más difícil el diálogo entre partes. No digamos ya el acuerdo.
En su reciente El peso del tiempo. Relato del relevo generacional en España (Debate), el profesor Oriol Bartomeus lo describe así: "Este repliegue es visible por doquier, una especie de vuelta a los asideros conocidos después del derrumbe. Lo que ha pasado en este tiempo puede entenderse como el intento de unos individuos que hasta entonces habían despreciado el apoyo de los otros por encontrar refugio".
Tanto es así que hemos celebrado como una gran victoria el pacto de mínimos para que la Constitución deje de llamar disminuidos a las personas con discapacidad. Y vemos con cierta esperanza que PP y PSOE reinicien las negociaciones para renovar el CGPJ, aunque sea con una anodina 'mediación' de la Comisión Europea.
Como si se hubiera tomado conciencia de que se ha llegado demasiado lejos en una disputa que hace tiempo que dejó de ser política para comenzar a extenderse también a la sociedad. No sólo es estéril en términos políticos e institucionales, sino que también es socialmente peligrosa.
Ahora bien, los partidos responden a una serie de incentivos electorales bien estudiados sobre las preferencias de los ciudadanos. No es que no tengan culpa, pero señalarlos esencialmente a ellos tiene mucho de ensañarse con un muñeco vudú. En buena medida, estamos más polarizados porque los ciudadanos demandamos polarización, y la oferta se amolda a ella.
Está claro que en manos de los partidos estaría ignorar esa realidad y bajar el tono hablando de gestión, reformas y propuestas. En gran medida, lo hizo el PSOE en las elecciones municipales y autonómicas de mayo de este año que termina. Su fracaso fue total, a diferencia de su resultado en las generales convocadas para julio, cuando la estrategia fue la contraria.
Responder con cifras y gestión al 'Que te vote Txapote' resultó en derrota, y el primer objetivo de un partido (un deber obligado) es que lo voten.
Dice Bartomeus que "la velocidad es nueva evolutivamente hablando, y aún estamos acostumbrándonos a ella como especie". Y mucho de ello hay en el cambio generacional que analiza. Con todas las cautelas y flexibilidades, define cuatro grupos: el de la posguerra civil, el del baby boom español (nacidos en los 60 y 70), la generación de la democracia y la de la crisis.
Sobre estas últimas y sus preferencias habla del fast voting, cuyo resultado es "una elección banal y también extraordinariamente consciente, que depende de factores cada vez más volátiles (la polémica más reciente, el último tuit), pero que se entiende como exclusivamente propia".
Y alude a la consecuencia lógica: "Las mayorías son entonces la expresión de un instante, que permanecerá congelado de manera artificial en las instituciones hasta que el mandato caduque. No obstante, mucho antes ya habrá caducado la propia vigencia de la mayoría, lo que obligará al Gobierno a caminar sobre el vacío, a desplegar unas acciones y un programa que ya no contarán con el apoyo que se había granjeado tal vez unos pocos meses antes".
Este tipo de votante no es mayoritario. Sus cohortes, en plena crisis demográfica, no son suficientes, pero su influencia en redes es mayoritaria y, a través de ellas, lo son en la conversación y en el ánimo públicos.
En mucha opinión publicada hay una nostalgia política frente a las convicciones fuertes de las dos generaciones previas. Pero, cuando vinieron mal dadas, las convicciones políticas fuertes dieron lugar a regímenes autoritarios, dictaduras y a guerras en un siglo XX digno de olvidar, sobre todo su primera mitad.
Quizá la polarización es el peaje que pagamos para disminuir la presión, la válvula que alivia un cabreo en tiempos de malestar. Una ira que en otros momentos resultó catastrófica al no encontrar puntuales vías de escape. Las convicciones son deseables, pero en justa medida con la flexibilidad ante unas circunstancias cambiantes y unas debilidades humanas que no se puede fingir olvidar.