Comencé el año sin haber salido la noche anterior y caminé 15 kilómetros hacia el mar hinchando los pulmones, a dos tés matcha de levitar. Experimenté esa superioridad moral del día 1 de enero lúcido e impoluto que deviene en aburrido, si no trágico: te descuidas un poco y acabas pensando en la muerte, exactamente igual que cuando tienes resaca.
Es fácil abrazar la dignidad de los tontos. Esa falsa respetabilidad. Los tontos, en general, son los que viven hacia afuera. Observo que ordenan su vida en función de la mirada del resto. Nos quieren demostrar algo, no sé muy bien el qué. Quizá sólo buscan un beso en la frente y un Edipo resuelto.
Es goloso lo de hacerle una foto a las zapas y subirla a Instagram como diciendo: "¿Veis? Soy íntegro. Corro". Tengo la sensación creciente de que la gente ha confundido honorabilidad con deporte, pero entiendo lo que sienten los runners los domingos por la mañana. También estoy segura de que esa sensación a la larga puede volverte gilipollas. Es decir, supremacista.
En el ajo estamos todos. Yo tampoco sé quién soy ni qué será lo siguiente. ¿Cursos de inglés, yoga, desayunar comida de pájaro? ¿Salir a correr para encontrarme a mí misma? ¿Un viaje a la India? ¿Maderoterapia? ¿Veganismo? ¿Un bono para la clínica Barber? ¿Conversar sobre robots de cocina? ¿Domingos en casa de los suegros? ¿Volverme completamente inane, soporífera, constructiva? Supongo que lo veremos en los próximos episodios.
Esto se está llenando de catequistas. Son las fechas. ¿Ser bueno consiste en parecerse al resto? La misma paz interior, los mismos maratones benéficos, la misma cara trucada. Una belleza idéntica, un menú similar, unas aficiones hermanadas para no gritar que estamos perdidos, que nos sentimos extraños, que no sabemos hacia dónde romper, que el camino a la armonía está lleno de guerras.
Quizás este año, además de volvernos aún más clónicos, mansamente, sería interesante pedir que la izquierda dejase de ser tan autoritaria y punitiva. Que dejase de hacer el ridículo defendiendo que apalear un muñeco de Sánchez es constitutivo de delito. Molaría que las radios progresistas parasen de abrir el noticiero con los whatsapps de unos chavales misóginos, editorializando locamente y exigiendo que sean perseguidos y empapelados por sus sandeces.
Qué bueno que dejase de haber polis por todos lados, burdos polis de paisano, polis no profesionalizados fiscalizando conversaciones privadas como jueces morales y regañando como curas.
Qué hermoso sería que la modernidad no diese tanta vergüenza ajena.
Qué lindo que la intimidad volviese a ser un derecho y no un asunto ideologizable.
Qué rompedor que el despecho no se mezclase con legítimas luchas de género.
Yo quisiera, en 2024, que este partido que está en el Gobierno y se dice progresista frenase la burbuja inmobiliaria y regulase de una vez el precio de la vivienda. Es urgente. Quisiera que el feminismo institucional dejase de usar expresiones vacuas como "poner a la mujer en el centro" (¿qué centro, carajo?) e implantara medidas concretas para abolir la prostitución. Mientras tanto, seremos un país indigno.
Deseo también que el PP tenga un líder. Así, sin más. Feijóo es posiblemente ya el hombre más débil y friki de España, la nada más absoluta. Nadie se molestaría en hacer un muñeco con su cara para golpearle, nadie le odia, sólo cabe el compadecerle. Necesita un plato de lentejas, un abrazo y un reseteo tan profundo que le devuelva la personalidad.
Deseo no volver a verle el flequillo a Puigdemont ni en fotos.
Deseo que Yolanda Díaz deje de hablarnos como si fuera la editora jefa de la extinta Súper Pop. Deseo que nos deje madurar aunque ella no lo haga. Deseo que nos conceda inteligencia interlocutora.
Que se derogue la Pragmática Sanción de 1830 y ningún varón, por el hecho de serlo, pueda acceder al trono antes que una mujer primogénita. Que la princesa Leonor se enamore este año de un chavalico sin posibles de un pueblo de Jaén, tal vez un compañero militar. Que él lleve un plumón de North Face y un corte de pelo con efecto degradado donde se le vea mucho el cogote. Que ella se pille hasta los huesos. Que veamos su beso primero y viajero de clase.
Que Rosalía escriba un disco destripando el misterio de su ruptura con Rauw Alejandro, al estilo del Lemonade de Beyoncé con Jay Z.
Que Twitter exija una identificación real, con el DNI por delante, para que la chusma psicopática, incel y anónima empezase a hacerse cargo de sus palabras poniendo su foto y su nombre completo.
Me gustaría que en la lista de españoles relevantes no hubiese sólo deportistas, sino cineastas y actores. Este empacho de Nadal en las candidaturas morales y materiales me lleva a extrañar a Bardem y Almodóvar.
Qué mágico sería, a propósito de este último, que volviese a hacer películas de Almodóvar, no de Balenciaga. Ni de Saint Laurent, ni de Chanel. Películas que oliesen a España y sus pucheros. Películas con Carmen Maura y Marisa Paredes, porque queremos saber qué hay después de las chicas Almodóvar: las señoras Almodóvar.
Este cuento no ha acabado. Se nos escapa una gran oportunidad de ser modernos si no nos interesa la vida de las hembras punkis y maduras de lengua díscola. Lo que vino después de los títulos de crédito de los años lozanos y salvajes.
Quiero más cine de Elena Martín Gimeno. Quiero un Oscar para una de las nuestras. Quiero un disco de Claudio Montana.
Quiero que reconozcamos mejor a los mediocres, a los que definió maravillosamente Marta D. Riezu: "Cómo detectar a un mediocre: por su gusto por lo extraordinario. Le gusta todo cuanto más embrollado mejor: lo centelleante, lo atronador, ese horror indefinido que es lo premium, lo VIP, lo 'in-your-face', el 'ya que pago, que se note'. El mediocre no ve nada: ni el milagro de la fuente en la calle, ni la dignidad cívica del buzón de correos, ni la tentación del pico de pan".
Quiero que la gente deje de hacer listas a final de año con todos sus libros leídos para tirárnoslos a la cara estilo vanidoso, estilo predicador, como diciendo: "Yo he estado leyendo. Soy culto. Soy especial. ¿Y tú? ¿De bares?".
Primero, porque no me creo que se hayan leído tantos.
Segundo, porque la literatura no va al peso, sino al calado: la literatura es sorda al número.
Tercero, porque escriben muy mal para todo lo que supuestamente leen.
Quiero que nos deje de dar vergüenza hablar de dinero. Quiero que nos deje de dar vergüenza vivir bien.
Quiero que dejemos de usar, por norma, términos aprendidos baratamente del psicólogo para justificar nuestra propia insuficiencia o evitar la autocrítica. "Ghosting", "narcisismo", "ansiedad", "refuerzo intermitente", "castigo", "gaslighting", "tóxico".
A ver si lo que va a pasar es que alguien no te quiere y punto, ¿no? Si todo es trauma, nada es trauma.
Sería increíble que los envidiosos dejasen de serlo, o, al menos, que procuren que no se les note tanto (¡pésimos actores!, pero graciosos).
Sería aún más increíble que mi próximo novio se pareciese a Al Pacino de joven. Pero, en fin, esto tampoco va de encomendarse al mundo con confianza mística. De todo lo importante, como siempre, tendré que encargarme yo misma.