Esta semana me vino la muerte a ver en forma de virus febril, como a media España, sólo que yo soy la peor enferma que conozco: quejicosa, aniñada y fatal, pero también excéntrica en los delirios de mis calenturas. Por eso pensé que soñé, mientras sudaba en la tarde, el increíblemente desvergonzado vídeo del concejal de Úbeda que falsea un sorteo de papeletas inventado por él mismo. 

La realidad vuelve a ser mi hipertermia predilecta.

Veamos. El tal José Luis Madueño, del PSOE, decide sortear dos premios de 550 € canjeables en productos variados de seis puestos del mercado de abastos del municipio, para menear el asuntillo, para incentivar la economía local, ya saben ustedes. La bonhomía y la creatividad son una.

El notas, con toda la cara de España grabada en el rostro, menea las papeletas con ahínco, con teatralidad, con la sonrisa de un crío que desgaja el papel de regalo la mañana de Reyes. Hay ilusión en Madueño, porque hay ilusión en el juego trucado.

Hay algo en su cráneo brillante y en su campechanía salvaje que recuerda a Rubiales. Hay algo que amenaza impune. Ya no puedo dejar de mirar. 

Tiene el detalle de pedir, para la primera papeleta, una mano inocente. La de un niño de verdad que anda ahí al lado, no muy lejos de su edad mental. "Hala, venga, saca una", le anima. "Esta misma", concede, con su gracejo andaluz. La lee en voz alta: "Antonia... Rodríguez…". No entiende la letra, pero tira p'alante.

Ser español es algo que ha ido, sobre todo, de eso, de huir hacia adelante. "Almendro... o algo de eso". Es brocha gorda. Es simpatiquísimo y lo sabe. 

A esta vecina ganadora, Antonia la del apellido ilegible, no la conoce porque no está enchufada. Se entiende. "¿Vale? Ahí tienes".

Vale, vale. Tampoco va a tener que saber el hombre de todo. 

La gracia es que mientras fuerza la vista para leer el nombre completo de doña Antonia, el crack se va metiendo la manita en el bolsillo y empieza a rascar y a rascar. Por eso cuando se arranca a la caza de la segunda papeleta, el destino del pueblo ya está marcado como en las tragedias griegas.

"Vamos a sacarla del centro, pa' que no haya... pa' que luego no digan", se relame Madueño, sin llegar a decir qué es lo que dicen ni qué es lo que es deseable que no haya. ¿Guaña? ¿Gato? ¿Treta? ¿Cohecho? ¿Peste?

No lo nombra, porque si lo nombra existe un poco. Y él no es un delincuente. Él sólo está jugando, coño.

Su sonrisa ya aquí es total. Es la de un niño pirómano feliz de haber incendiado el coche del vecino. Es la gloria que vive dentro de cada pequeño desastre, esa diminuta y jovial anarquía.

El caballero hasta se muerde la lengua dentro de su abierta sonrisa de pícaro cañí, en paz, en gozo, en continuismo, en homenaje, sabiéndose uno más de la estirpe infinita de adorables trepas que pueblan nuestras calles y avenidas. Son tantos que sólo parece uno que se mueve muy rápido, uno solo a través de los siglos, un único tunante ibérico y definitivo, victorioso, contundente, con reconcentrada alegría de símbolo. 

Madueño. El ladrón a pequeña escala. El rey del menudeo. El corrupto soft que inaugura los grandes desfalcos. El hijo sano de una cultura de chanchullos, intrigas y enredos, ¡pero tan garbosa! Y eso, ¿qué?

El notas deja de hacer ya el paripé, que va largo, y saca de la palma de su mano la papeleta redoblada como una plegaria, la que había extraído de su bolsillo y guardado con primor en el cobijo de su carne. Es la única papeleta tan menguadita, lo verán. Es una papeleta obscenamente distinta al resto. "Carmen... Martínez... Pérez". Hace como que lee. Frunce el ceño. Es un actor en estado de gracia. 

Resulta que Carmen Martínez Pérez es la madre de Carmen Martínez, una concejal del PSOE, comadrita de Madueño. Casualmente, recibió el año pasado el mismo premio. Es una chica con suerte, ¿qué sé yo? Claro que la suerte hay que buscársela. Nos lo han dicho desde el parvulario. Unos lo han hecho mejor que otros. 

Lo que más ha llamado mi atención de este caso fieramente español (un caso con nuestro ADN tatuado como un toro de Osborne en un muslo de mujer cordobesa) no ha sido, al cabo, nada de esto, sino la frase de un ojiplático Madueño después de haber sido pillado con el carrito del helado: "Voy a seguir haciendo lo mejor que pueda, y está claro que una papeleta de 500 € no va a emborronar mi trayectoria". 

No está tan claro, José Luis. ¿Una papeleta de 500 € no puede emborronar una trayectoria? Yo creo que sí.

Quizás antes pensaba diferente.

Antes creía que los que más poder tenían (es decir, los que tenían acceso a más dinero, los que tenían más responsabilidad, más influencia y más riesgo de joder a otros) eran los que más impolutos tenían que ser. Ponía todo mi foco y mi escrutinio sobre ellos por una razón cuantitativa, numérica, práctica. 

Ahora ya no lo creo. 

Ahora pienso que uno tiene el deber de ser honrado en lo grande y en lo pequeño. Ya no exculpo más a los pobreticos, a las criaturas débiles que, agotadas por un presunto sistema claustrofóbico, pillan un poco de aquí o de allá, ridículamente, sin mucha maldad, como encogiéndose de hombros, como diciendo "total, si esto es lo que me queda, con lo grande que es el mundo y todo lo que hay ahí afuera, no hago mucho daño yo". 

En realidad he descubierto que si no hacen más daño es porque no tienen ocasión de hacerlo, porque su mundo es estrecho y limitado. Quien tiene la oportunidad de robar diez € y los roba, robaría 10.000 € si se diesen las circunstancias.

El mundo no se divide entre los malos que roban mucho y los buenos que roban poco. El jodido mundo se divide entre los que tienen la oportunidad de robar y roban, y los que tienen la oportunidad y no lo hacen. Madueño es de los primeros. Sobre la gente como él, chispeante y hasta razonablemente gamberra, se cimenta un sistema corrupto. 

Este tío es todo lo que está mal en un país. 

A mí me gusta la limpieza. Me gusta ser limpia y clara hasta la estupidez, hasta la bobería. Me gusta ver cinco pavos en el asiento de atrás de un taxi y dárselos al taxista, sencillamente porque no son míos y porque sería miserable cogerlos si no me hacen falta para comer.

Algunos amigos me han llamado tonta por esto. Me gusta ser tonta y pulcra. Me gusta que nadie pueda sacarme los colores y que nadie me pille en un renuncio. A eso me enseñaron: a amar y a respetar a la gente que no se lleva ni el lápiz que no es suyo. 

Yo, como mucho, me he llevado prestado algún mechero. 

Pero esa es otra historia. Y otra España. Vergüenza pal'resto