Ciscarse en la judicatura es el nuevo hábito que se ha instalado en la política española. El Congreso de los Diputados, más que debatir la Proposición de Ley de Amnistía, hospedó este martes un festival de improperios de los socios del Gobierno, que se solazaron en el señalamiento con nombres y apellidos de los instructores del procés.
Entra dentro de lo normal que, movida por la manía persecutoria y el victimismo, la caterva sediciosa cargue contra la "prevaricación" de los jueces y la "persecución política" del independentismo.
Lo que parece constituir una novedad es que el PSOE, partido de Estado, puntal del régimen turnista, se haya sumado a esta animosidad contra el estamento togado.
Exasperado por la prórroga de las causas de Tsunami Democràtic y del caso Volhov, que agrietan el paraguas legal a medida que con mucho mimo ha querido confeccionar para Puigdemont, el PSOE ha denunciado "injerencias" en la jurisdicción del Parlamento por parte de los investigadores García-Castellón y Aguirre. Lamentan que "los tiempos de la judicatura están empíricamente alineados con los del Legislativo" porque "cada vez que el Legislativo mueve ficha, un juez mueve ficha".
Que la colisión entre los poderes Ejecutivo y Legislativo y el Judicial ha alcanzado una magnitud inédita es difícil de negar. Pero cabe recordar que hace mucho que Pedro Sánchez asimiló la consigna indepe sobre la necesidad de "desjudicializar el conflicto político en Cataluña", que es tanto como neutralizar la acción de los tribunales para dejar impunes los delitos cometidos por políticos.
Con esta sibilina pero determinante mímesis con el discurso separatista se allanó el camino de la desautorización del Poder Judicial por parte de los políticos, para que el PSOE pudiera acordar con Junts una investigación del lawfare en su pacto de investidura.
En verdad, ni siquiera esta chusca adopción de terminología politológica de importación constituía un salto cualitativo para el PSOE. A lo sumo, sólo una progresión cuantitativa. El principal partido del Gobierno ya había comprado el relato nacionalista-populista del deep state judicial mucho antes de que se lo impusiera la carestía parlamentaria.
Cabe recordar que en diciembre de 2022 el consorcio mediático-gubernamental impulsó una campaña desquiciada para retratar como golpistas a los miembros del CGPJ porque se resistieron a que Sánchez se cargase su autonomía por la puerta de atrás. Por no hablar de que el PSOE permitió el carrusel de imprecaciones que vertió Podemos contra los jueces a costa de las rebajas de penas por la ley del sí es sí.
Esta confluencia en la magistradofobia entre Ferraz, Podemos y los separatistas se explica si se atiende a que, antes de esquerrizarse, los socialistas ya se habían podemizado. Resulta más iluminador contemplar el PSOE de Sánchez no tanto como una desviación de las siglas históricas, sino como un palimpsesto en el que se han superpuesto los sucesivos estratos de la corrupción política española de los últimos años.
Antes de morir, Iglesias descargó el veneno de su aguijón y reconfiguró la agenda del PSOE. Sánchez, el hombre del "muro", hizo suyo no sólo el maniqueísmo antiestablishment de la retórica populista, sino también las tesis de la "incorporación del nacionalismo a la dirección del Estado".
El horizonte pasaba a ser el de apuntalar, mediante el bibloquismo y la polarización, una alianza plurinacional de la izquierda con los separatistas para impedir el gobierno de una derecha a la que se hace un cordón sanitario.
Podemos canibalizó a su socio mayoritario hasta arrastrarlo a las posiciones del cambio de régimen, al que ahora asistimos Ley de Amnistía mediante. Sólo el partido que hizo la España moderna podía deshacerla, y nadie mejor que él para aflojar los herrajes de ese candado del 78.
Con la contaminación del imaginario socialista con las ideas de una democracia plebiscitaria, de la disolución de la neutralidad institucional y de la erosión de la independencia judicial, el PSOE ya estaba en situación de dar el siguiente paso. Gracias a Iglesias, Sánchez venció sus escrúpulos sobre el entendimiento con el independentismo.
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Los acuerdos de investidura del PSOE con Junts y ERC materializaron lo que algunos analistas han bautizado como el "proceso español". Todas las turbias dinámicas del procés catalán migraron a la política nacional: la polinización de las instancias arbitrales, el desacato al Poder Judicial, la retórica soberanista y plurinacional, la marginación de la oposición y la obstaculización a la alternancia en el poder.
Concebir a Sánchez como un mero destilado de la voluntad de poder resulta estéril para llegar a comprender el fondo de la cuestión. El PSOE no ha asentido sin más al relato indepe por obra de una conjunción de imprudencia, temeridad e interés aritmético. Lo que ha habido es una confluencia de proyectos políticos.
El gozne en el que han engarzado el programa indepe y el socialista es el del fundamentalismo (y el totalitarismo) democrático y el del alineamiento progresista, encarnados en el imaginario antifranquista que ambos comparten.
Uno de los más agudos críticos del zapaterismo, Gustavo Bueno, habló de fundamentalismo democrático para referirse a esta creencia infantil en la democracia como un "'espacio de libertad', como una realidad transparente y hermosa". La interpretación de que los "puntos oscuros o sucios" debían ser "meros residuos de la dictadura precedente" animó la tabula rasa que quiso implantar Zapatero en la cultura española con respecto a la etapa del franquismo.
Teresa Ribera, vicepresidenta del Gobierno, ataca al juez García-Castellón por pedir al Supremo que investigue a Puigdemont por terrorismo:
— Pedro Otamendi (@PedroOtamendi) January 19, 2024
“Tiene querencia por pronunciarse en una misma dirección y en un momento particularmente oportuno".
Es acojonante.pic.twitter.com/OSErZlO9YI
La política excluyente podemita, en fin, sólo podía haber arraigado en un partido con un antecesor como Zapatero. El PSOE no podría haberse constituido en vector del procés español sin el precedente del Pacto del Tinell.
Por eso, no hay tal desviación respecto a un "PSOE histórico", sino que los acontecimientos a los que asistimos hoy engarzan coherentemente con la biografía del PSOE.
Felipe González lo concibió ya en su día como una fuerza revolucionaria de fundamentalismo democrático, refractaria a la alternancia política y de vocación totalitaria. Zapatero le sumó la quiebra del consenso constitucional mediante el revisionismo de la memoria histórica. Todo estaba dispuesto para la podemización y la esquerrización que llegaría con Sánchez.
Gustavo Bueno también atisbó que los fundamentalistas democráticos, creyentes en la democracia parlamentaria como el fin de la historia, recurrían a la proclamación de adhesión incondicional a este sistema como forma de encubrir el "hedor" que desprende la corrupción atribuible a la democracia misma.
¿Qué, si no este dogmatismo, hay detrás de la manera en la que la progresfera ha venido conceptualizando el pulso entre el Poder Ejecutivo-Legislativo y el Judicial? ¿Acaso no resulta de una impostura mayúscula sustantivar la voluntad general del pueblo soberano en un partido que ni siquiera ganó las elecciones, y en un arreglo opaco con una miríada de partidos aún menos representativos?
[Editorial: El TC avala el vaciado del Poder Judicial por el Gobierno de Sánchez]
Hablar de un filibusterismo de las togas contra los representantes legítimos de los ciudadanos, que deberían tener plena potestad para actuar a su antojo, transparenta una particular concepción de la separación de poderes. Una en la que estos no se contrapesan y se equilibran mutuamente, como propugna la noción original, sino en la que se mantienen separados en compartimentos estancos, y en la que el Poder Judicial es la boca muda que pronuncia las palabras de las leyes aprobadas por el Frankenstein.
La democracia como ideología que subyace a estos planteamientos está emparentada con la otra noción mentada, el totalitarismo democrático, que ofrece un buen principio explicativo para entender el momento presente.
Y es que, para los fundamentalistas, toda la defensa de la impugnación por el Ejecutivo-Legislativo de la labor judicial se reduce a preconizar el acatamiento del procedimiento del criterio mayoritario como fuente de legitimidad.
“A algunos jueces les mueve una pulsión política y no una judicial. En el procés pasaron cosass muy graves, pero invasiones rusas y terrorismo no hubo”.
— Hoy por Hoy (@HoyPorHoy) January 30, 2024
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Miguel Ayuso entendió que "la democracia moderna extiende el principio mayoritario o electivo a todas las cuestiones de la vida política, social e incluso religiosa", y "entrega a la ley del número toda la regulación de la vida humana".
La democracia es en nuestra época la única fuente de legitimidad, la "instancia última desde la que se declara lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, torre de marfil dogmática desde la que se pontifica y anatemiza".
Desde esta óptica viene cobijando el PSOE zapaterista y sanchista el proceso de desnacionalización, en virtud del cual injertar paulatinamente el paradigma federalista de la "nación de naciones". Repárese en que, a partir de agentes como Francina Armengol, los socialistas van consagrando quedamente la idea (subversiva) de que el Congreso es "la sede de la soberanía popular".
También es muy elocuente en este sentido el título preliminar de la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1985, aprobada por el PSOE, que reza que "la Justicia emana del pueblo". Para ratificar la filiación genética de la magistradofobia sanchista con la tradición socialista, recuérdese que a Alfonso Guerra se le atribuye la frase "Montesquieu ha muerto", de resultas de aquella norma que acabó con la remota posibilidad de un Poder Judicial autónomo.
Para los fundamentalistas democráticos de pretensiones totalitarias, las situaciones de enfermedad de la democracia sólo pueden remediarse con una profundización en la misma. Pero como alertó Bueno, "si en situaciones de agravamiento de la corrupción aplicamos la receta 'más democracia', la corrupción se agravará también. Y conducirá acaso a la muerte del propio sistema".