"Imagínate que he subido con una persona a mi casa y estamos en la cama o en el sofá hablando. Doy por hecho que tiene una intención sexual", dice Carlos Vermut ante las acusaciones de violencia sexual.

Vaya fiera. A mí ese energúmeno se me abalanza en su sofá, después de ver su peliculita Diamond Flash "para comentarla" (¿quién se ha creído? Ni que hubiésemos visto Eva al desnudo, hijo, tu cine no me modifica tanto) y me mete la mano entre los pechos para arrancarme el sujetador y monto un pollo que lo escuchan en Alfarnate.

Primero le pido que me pague el sostén, que en Oysho están carísimos. ¿Tú crees que está la cosa por ahí como para ir rompiéndole la ropa interior a la gente?

Segundo. Le quemo la casa del tirón. La próxima vez me tendrá que invitar a otra. 

Habría que aclarar, de entrada, que vender a las mujeres feministas como mojigatitas a las que nos intimida el sexo sucio o violento (no entiendo bien esto, el sexo, por definición, es violento, va de cuerpos chocando) es una memez terrible. ¡Sorpresa! ¡Nos puede divertir y excitar! Sólo que tenemos la manía de que sea consentido.

De hecho, cuando este tipo de prácticas son más extremas, suele haber mucha más atención al deseo explícito del otro que en el sexo más normativo. Para que aprendan los pacatos. 

En fin, volviendo a lo mío. Es impresionante reconocer que esa, la entrecomillada de arranque de este texto, fue la frase en la que más me detuve mientras leía el artículo que denunciaba al cineasta. Más aún que en aquella en la que una chica le contaba a su amiga, angustiada, que se había negado a practicarle sexo oral y él le había pegado dos tortazos, que ya es barbarie.

Me impactó esta porque no era la primera vez que la oía. Me pareció que ahí, en esa asunción (en ese "casa" igual a "sexo") germinaba alegremente la violencia machista.

Carlos Vermut.

Carlos Vermut. Javier Carbajal.

De entrada, me parece algo muy carca, verdaderamente demodé. Curioso, qué modernos son estos chicos para hacer cine oscurito (¡cómo le gusta a ellos, desasosegante!), cine que te deja totalmente picueta, cine a la vanguardia, un cine que ni se sabe, que viene del futuro o de una sesión terapéutica de LSD.

Pero qué viejos, qué rancios, qué redomadamente obsoletos cuando se trata de actualizar los afectos contemporáneos.

En la época de mis abuelos, a lo mejor entrabas a casa de alguien con quien salías (que era la de sus padres, claro) y compartías su espacio de intimidad (tomarte un vaso de agua en la cocina porque estabas seca) y al rato te tenías que poner el velo y despertar al cura de pueblo porque si no, vaya fresca. 

La intimidad ha mutado soberanamente desde entonces. De hecho, la intimidad ahora es revolucionaria, es contracultural, porque la rutina ya consiste en hacer fotos de nuestra comida o nuestro hogar o nuestro nuevo amante, que a veces todo es lo mismo.

Qué poco hemos guardado para nosotros mismos, tristemente. Y qué poco de buena calidad. Lo que brilla lo enseñamos al mundo. Y lo que enseñamos es ya, de alguna manera, lo que hemos perdido. Apenas tenemos secretos. Apenas tenemos desnudez, siquiera.

La relación entre sexos también ha cambiado. Las mujeres tenemos amigos. Esto es un invento reciente. Sé que a tipos como Vermut les puede resultar abracadabrante, pero a veces nos apetece hablar con un varón sin tener que acabar atadas al cabecero o haciendo el pino-puente o recibiendo latigazos colgada de una mancuerna, al estilo Circo del Sol feat. Pressing Catch.

¿Qué sé yo? Llámame loca. 

Si cada persona que sube a mi casa pensase que tengo una intención sexual, esta ya sería la choza de Ava Gardner. Súbanse la cremallera, caballeros. Lamento la decepción.

No, es broma. Claro que no la lamento. 

***

La verdad es que esto lo entiende cualquiera. Ir a una casa es siempre una gran oportunidad de demostrar la propia clase, la propia elegancia, ya sea como anfitrión o como invitado. Agasajar es otra cosa. Respetar los espacios es otra cosa. Valorar la cercanía es otra cosa.

Me siento afortunada por haberme rodeado (casi siempre, ejem) de personas que lo ven y lo comparten, orgánicamente. Quizás eso también nos distingue de los animales o los delincuentes. No se asalta un hogar, se escucha y se habita. 

Uno tiene derecho a tener la esperanza de que el otro quiera sexo con uno, en su casa, claro. Pero de la esperanza al hecho hay un trecho. Rima infantilmente porque es verdad. 

***

¿No tenemos profesiones liberales? ¿No vivimos en ciudades grandes y procuramos juzgar cada vez menos, o mejor, nada, las particularidades de los otros? ¿No buscamos la ligereza, la charla, la distensión? ¿No estamos tan acostumbrados a conocer personas distintas y cívicas, integradas en un ritmo cultural abierto?

Yo subo a casa de alguien o invito a quien me apetece a la mía cuando noto que me hago mayor para el ruido y la furia de los bares. Cuando quiero tomar una copa en casa y no entrar una discoteca. Cuando quiero charlar, fumar, poner un disco o no ponerlo. Poner una película o no ponerla.

Lo hago con un hombre o con una mujer, indistintamente. La vida es queer. En buena compañía, el tiempo que se disfruta no está copado por el género, sino que es ya indistinguible. 

Pero si de repente se te da la mala hora de que te quedas con Vermut al cierre del Trafalgar, a eso de las dos, y os sentís flamenquitos, con ganas de un vino más, que ni se te ocurra convidarle al kelly porque todavía barre tu propia casa contigo cogiéndote de los pelos. Manda narices.

Es llamativa la brocha gorda de los chiquitos de la cultura que se decían tan sofisticados, tan sensibles, tan atentos al matiz. Digamos que lo han estudiado todo a fondo menos a las mujeres. Digamos que aquí siguen estando ciegos, o haciendo como que lo están, hasta que nos obligan a dejarles tuertos.

En sus películas de chicos raritos y especiales (entiéndanme: tarados) y en sus libritos absurdos les encantaba generar magnetismo, qué gracia. ¡Si no saben absolutamente nada de la seducción!

¿Cómo construyeron esas imágenes sugerentes si no se han detenido a mirar los gestos de una mujer, o a interpretar sus indirectas, o su posición en el sofá, o la distancia que generan con respecto al interlocutor, o la broma adecuada en el momento de la duda?

Claro que no es una ciencia exacta, esa es la belleza y el vértigo. Es un juego, y cada caso fluctúa. Estos tipos no han entendido que los grandes seductores, hombres y mujeres, siempre tienen dos cosas en común. La primera es que son generosos. La segunda es que nunca son insistentes. No sabes cómo, pero acabas tú yendo hacia ellos. Les acabas deseando. Les acabas necesitando. Ese es su toque especial.

A mí todo lo que no sea seducción me parece spoiler, y no, no me interesa. 

Desgraciadamente, y ante tal percalazo, ya muchas mujeres ni siquiera exigen ese inteligente péndulo de baile sensual, de acercamiento. Estamos hablando de derechos humanos.

Estamos hablando de poder elegir, como hacen ellos, entre una infinidad de tipos de relaciones posibles con el otro. Ser sus vecinas, sus compañeras de trabajo, sus colegas, sus comadres, sus amantes, sus novias, sus jefas, sus esposas, sus exs.

Y qué exótico, un día, quizá, ser también las personas que admiran, como admiraban las mujeres violentadas por Vermú al cineasta

Quiero que no se expliquen cómo nos hemos fijado en ellos si somos tan listas. A partir de ahí, empezaremos a nivelar.