Hace dos años y un poco más, cuando Kyiv todavía no se defendía a diario de los misiles rusos y los drones iraníes, la historiadora estadounidense Anne Applebaum me preguntó, en un momento de esta entrevista, por las razones del silencio administrativo de Vox sobre la inminente ocupación a gran escala de Ucrania.
"¿Por qué crees que sucede?", puso entre interrogantes. Respondí con prudencia. Manejamos posibilidades. Luego continuó: "Participé en un proyecto que demostró que hay campañas rusas de desinformación que trabajan para impulsar a Vox. También lo han hecho con el separatismo catalán. Los rusos están muy interesados en España".
Cuando Applebaum habla de los rusos, no se refiere a Alexey Navalni, Zhanna Nemtsova o Vladímir Kara-Murza. Ellos están encarcelados y ella, tras el asesinato de su padre (Boris Netmsov), forzada al exilio.
Applebaum alude a la energía de Vladímir Putin dirigida a la desestabilización de las democracias europeas y la Alianza Atlántica desde dentro, a conciencia de que captar a ciertos agentes del sistema es mucho más seguro, económico y efectivo que implicarse a pecho descubierto en la tarea.
Pues bien, no conoce nuestra joven democracia un agente más desestabilizador que Carles Puigdemont. Su afán de gloria es inagotable, y su apego por los compatriotas catalanes es una anécdota al lado de su amor propio.
Putin lo comprendió antes que los sorprendidos observadores de las negociaciones de la amnistía. El presidente de la Generalitat era, para el Kremlin, un caramelo a la puerta del colegio. Los rusos comprobaron sin esfuerzo su predisposición a dejarse ayudar a cambio del reconocimiento de la República de Cataluña, y tan claro lo vieron que enviaron emisarios para prometerle personalmente protección financiera y armada.
A los nacionalistas catalanes les bastaba con odiar España para llevarse por delante todo lo demás. Incluso la soberanía de su nación. Puigdemont, al menos, sacaba tajada. Quizá condujese a su naciente y ficticia república a una tensión insostenible, hasta la guerra civil si fuese oportuno, arrancada de España, la Unión Europea y la OTAN para servir a los intereses puntuales de una potencia nuclear regida por un tirano.
Pero Puigdemont sería, durante un tiempo, igual que Moisés, liberador y pastor del rebaño, y estaba al día, a diferencia de sus impetuosos seguidores, de las dimensiones del desierto y las implicaciones de la travesía.
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Las explicaciones sobre la gravedad de este asunto apenas han provocado escepticismo y bostezos en todos estos años, aun con las pruebas repartidas por toda la mesa.
Aun con las campañas de propaganda iniciadas desde las principales cadenas rusas, dentro y fuera de su país, que incluían menciones muy explícitas y nada inocentes a la inminencia de un conflicto violento.
Aun con los viajes documentados del círculo cercano de Puigdemont a Moscú y aun con la reunión del emisario Sadovnikov con el propio presidente catalán un día antes, un día antes, de la declaración unilateral de independencia.
Pero todo eso eran chaladuras, ¡no será pa'tanto!
Será que, de tanto despreciar tu país, a convicción de que no importa a nadie, terminas por entregarlo, como datos de navegación, al primero que pasa. Ni las causas investigadas por los tribunales ni las averiguaciones policiales despertaron, hasta esta semana, suficiente interés público como para abrir telediarios, pues era más grave cortar una autovía y vaciar un aeropuerto que inducir a Rusia a declararnos la guerra.
Así que al menos el tedioso proceso de la amnistía y los esfuerzos paralelos para neutralizarlo sirven para sacarnos del asombro, para reparar en la alta traición y en su significado cuando el resto de delitos se dan por amortizados.
Porque claro que España resultaba atractiva para Putin. Una democracia europea, la cuarta economía del euro, un socio fiable de la OTAN, un puente lingüístico y político-cultural con Hispanoamérica. Y no nos engañemos, Pedro Sánchez sabe bien, desde el comienzo, que la amnistía también va de esto.
La duda es, en realidad, más espinosa. La duda es si la democracia sigue siendo lo suficientemente atractiva para los españoles como para no despachar la corrupción estructural, el terrorismo y la alta traición como si tal cosa; o si vale la pena tomárnosla tan en serio, cuando menos, como los enemigos que la acosan.