A principio de curso, en la universidad donde doy clases, recibí unas indicaciones acerca de un alumno que tenía necesidades educativas especiales.
Se me recomendó que le permitiese más tiempo para la realización de lecturas y trabajos. También, que en los exámenes diese preferencia al contenido sobre la expresión, que le ofreciese más tiempo, que le releyese las preguntas en voz alta si el alumno lo pedía, y que le permitiera preguntar si no había comprendido bien el enunciado.
A esto, los psicopedagogos lo llaman "adaptación curricular". Consiste en adaptar la propuesta educativa a las necesidades especiales del alumno.
Hay adaptaciones "significativas" y "no significativas".
Las "significativas" adaptan el contenido, normalmente, rebajándolo un par de cursos. Por ejemplo, a un alumno de 5º de primaria se le aplican estándares de aprendizaje de uno de 3º.
Las "no significativas" afectan a la forma, no al contenido, y modifican los plazos de entrega, los tiempos de respuesta, el tamaño de la letra, la metodología y las técnicas y los instrumentos de evaluación.
La propuesta que a mí llegó para un alumno universitario era "no significativa" porque no se me pedía que quitase temas del programa, sino que le dejase más tiempo y que no tuviese en cuenta sus errores de expresión.
Mi mujer es orientadora en un colegio. Tengo muy cerca personas con necesidades educativas especiales. Y soy muy consciente del bien que hizo, primero, la Ley Villar-Palasí, y, posteriormente, la LOGSE, introduciendo medidas en la educación obligatoria para que, de una u otra manera, esta fuese (como decían sus precursores) para todos.
Pero es precisamente en ese "para todos" en el que debemos detenernos. Porque nos hemos pasado de frenada.
Ha llegado el momento de hacer los exámenes y me topo con la realidad. Mi alumno me entrega un examen mal escrito, con falta de tiempo para responder a preguntar breves, y una nota junto al nombre y apellidos manuscrita por el alumno que dice "necesidades especiales".
Entiendo que debo interpretarlo como "tengo derecho a aprobar".
Pónganse en mi lugar. Soy profesor en la Facultad de Derecho y estoy formando futuros juristas. Sobre mí pesa la responsabilidad de educar a profesionales con un sentido de lo justo y con solvencia para redactar demandas, sentencias, laudos o recomendaciones. Que tengan una comprensión lectora suficiente. Que analicen, relacionen y evalúen.
No es fácil, exige talento y esfuerzo, y, obviamente, no todo el mundo puede hacerlo.
¿Cómo hago compatible el noble ideal de una educación "para todos" con el hecho evidente de que la universidad no es para todos?
¿Quién va a pagar las consecuencias? ¿El reo que sufra a un juez o a un abogado "con adaptaciones" y al que le dieron permiso para no leer y escribir con faltas?
Esto en realidad no va a pasar. A nadie le va a operar un médico manco, ningún piloto será ciego y los jueces habrán pasado una oposición sin adaptaciones. La cruda realidad es que el mundo laboral no dudará en pasar por la trituradora a estos chavales.
No sólo estamos humillando a la universidad al trasladarle un problema mal resuelto en los colegios, sino que, y esto es mucho más grave, no estamos ayudando a las personas con dificultad a salir adelante.
Les haremos creer que son universitarios porque tendrán su título. Pero nadie se habrá preocupado ni de enseñarles a afrontar su dificultad ni de ofrecerles una formación adecuada para que puedan encontrar un trabajo digno.
Escribo esto con dolor, porque si hay algo que tengo presente ahora mismo es el rostro de un alumno al que siento que no nos tomamos en serio.
La ley cree haber resuelto un problema grave despachando un 25% más de tiempo para el examen. Pero no se está afrontando el problema de la frustración creciente entre nuestros jóvenes y el de lo poco preparados que están para entender las dificultades de la vida.
Con la mejor de las intenciones, lo que están haciendo es dejarlos abandonados en la cuneta.