Querida Yolanda Díaz: tú sabes, igual que yo, que la felicidad no se puede imponer por decreto. Tú intuyes, sólo intuyes, que la alegría es un mecanismo complicado, un equilibrio misterioso, un reloj de cuco que te empeñas en poner en hora (en tu hora) a martillazos torpes.
Con tu política de la sonrisa se me está quedando desde hace rato el gesto helado. Ya me limito a apretar los dientes. Tu última ocurrencia para ponernos contentos es de campeonato.
Te ha dado por decir, bajo el paraguas de la reducción de jornadas y días laborables, que no es de recibo que los bares en España estén abiertos hasta la 1:00. Me sonroja comprobar que ni siquiera conoces el país que pretendes gobernar.
Explica el filósofo Byung-chul Han que el origen de la cultura no es la guerra, sino la fiesta. El guateque es exactamente lo que somos. La francachela, la algarabía, el palique.
La noche es larga, Yolanda, la vida es corta. Nuestro talento cañí es, sobre todo, festivo. Son muchas horas de sol calentándonos el carácter. Es mucha la vida que queremos compartir. Amamos comiendo y bebiendo, homenajeándonos entre nosotros, brindando por cualquier motivo, cantando y pidiendo la última, que nunca lo es.
Amamos entre el ruido y la risa. Somos de un sitio donde siempre cabe uno más en la mesa, ¿no era eso la mejor versión de la democracia?
Un bar lleno es todo lo que está bien en el mundo. Un bar lleno quiere decir que aún no estamos muertos por dentro, que aún nos gustan los otros, que aún tenemos cosas que contarles. Un bar lleno es amistad y es comunión y es deseo. Un bar lleno es compadreo y comadreo. Es el vínculo lúbrico y feliz que nos solidifica, que nos hace fuertes como pueblo.
Las tonterías que nos separan se disuelven en el bar: se charlan y se acaban pasando por alto. En el bar uno escucha y crece, en el bar uno se vuelve generoso, en el bar uno se recuerda divertido. Un bar lleno es lo contrario al aislamiento y a la alienación, al agachar la cabeza y producir, producir, producir.
Un bar lleno explica que preferimos quitarle unas horas al descanso por estar con los nuestros. Un bar lleno nos convoca y nos saca del letargo de los días iguales, del hastío de las obligaciones, del sistema que nos asfixia y nos inculca que la vida es sólo currar, pasar por el supermercado y dormir, así, idénticamente, hasta la muerte.
Es impensable para mí que una supuesta líder de izquierdas no vea que la diversión es política rebelde.
Es impensable para mí que una supuesta líder de izquierdas nos estreche la posibilidad de distensión, de comunidad y de juego.
¿De qué hablabas cuando hablabas de "conquistar espacios"? ¿De qué hablabas cuando hablabas de "tejer redes"? ¿Dónde carajo se hace eso? ¿En el cuarto de la escoba de mi casa?
¿Dónde se organiza uno, dónde conspira, dónde desarrolla el carácter y el futuro si no es en las calles, con los otros, con los vecinos y los novios y los amigos y los hermanos? ¿Dónde cambia uno de idea, dónde conoce a gente nueva, dónde le cambia a uno, en un rato, salvajemente la vida? ¿Dónde se siente uno joven y se entrega al azar? ¿Dónde se enamora uno, dónde negocia, dónde cuenta sus secretos?
Yolanda, tú no vas a venir a contarme a mí cómo debo usar mi tiempo. Mi tiempo, en realidad, es lo único que tengo.
A mí me parece salubre, Yolanda, que le restemos horas al trabajo, pero no al ocio. A mí me resulta interesante la propuesta de trabajar menos cobrando lo mismo: lo que hay que mejorar, está claro, son los turnos de esos trabajadores, que pueden y deben reducirse añadiendo más personal. Urge también dignificar sus sueldos añadiendo pluses por nocturnidad. Qué duda cabe.
Pero ¿con qué autoridad teje una representante política nuestros toques de queda? Yo ya tengo una madre, Yolanda, y hace mucho que dejó de ponerme hora para volver a casa. Contigo me siento una niña. Contigo me siento tutelada y gris. Por ti intentaré morirme en horario laboral, por no fastidiar a nadie. A ver si me sale.
Yolanda, sé bien lo que digo. Tú hablas desde el autoritarismo, yo hablo desde el centro de mi conocimiento y de mi corazón: soy hija y nieta de camareros y hosteleros.
En una ocasión escribí sobre mi educación, que es pura educación sentimental de bar. Yo he visto sudar sangre a los míos, les he visto envejecer sin coger vacaciones, les he acariciado las manos callosas y quemadas del aceite hirviendo.
He deseado que lo dejaran todo, que jugaran conmigo, que me ayudasen con los deberes, que estuviesen en todos mis cumpleaños. Mi madre habló siempre de una máxima en el oficio: cuanto más grande es la fiesta, más tienes que currar.
Yo he vivido, Yolanda, pendiente de las fiestas de los otros. Yo he visto la dignidad en la gente buena y currante que tuerce el lomo. Claro que hay cosas que cambiar, pero el tuyo no es el camino. Tú sólo juegas a epatar y a simplificar la vida hasta la ofensa y a hablarnos como un hada dócil de ideas chaladas.
Yo he mamado que el bar es una filosofía. Capacidad de servicio. Un ansia inexplicable de cuidar al otro, de agasajarle, de hacerle sentir en casa, de poner al extraño por encima de ti.
Y yo he visto cómo se devuelve. Cómo se crea algo. Un patrimonio inmaterial. Un respeto profundo que tú no conoces y que no te esfuerzas por conocer cuando hablas de la hostelería como de un negocio cualquiera, desprovisto de cotidianidades y salvajes afectos.
En un bar no hay forasteros. Si regresas sólo una vez, ya eres familia. Un bar no te juzga. Un bar es amor. Y aunque mi familia fuera más o menos conservadora, nunca viví nada tan radicalmente de izquierdas como los años duros de euforia y entrega en los bares de barrio de Málaga. Toma nota de eso antes de volver a opinar.