La nostalgia por los años ochenta debió empezar en algún momento entre la marcha Radetzky y los saltos de esquí de Garmisch del 1 de enero de 1990. No hubo década más inmediatamente glorificada.
Fueron unos años efervescentes. El mismo partido que hoy lidera el ejecutivo los gobernó con mayoría absoluta en su casi totalidad. España entró en la Europa comunitaria como el país miembro en el que, según su ministro de Economía, era más fácil y rápido hacerse rico.
Aquel decenio de música pop fue calificado como su edad de oro. Así se empaquetó en dos antologías de discos compactos (¡ah!) a principios de este siglo, para que los entonces tardoadolescentes supiéramos que los 40 principales que nos precedieron eran mejores que los que nos habían tocado en suerte. Si la frase "si te acuerdas de la Movida, es que no la viviste" se ha aceptado como un axioma. Madrid ha sido el paraíso de los zombis.
Ana Diosdado escribió Los ochenta son nuestros antes de que estos hubiesen terminado. Garci ganó el primer Oscar para el cine español en una década en la que nuestra cinematografía estuvo presente en seis ediciones de los premios. Una generación se adentró en la cinefilia devorando cintas Beta y VHS alquiladas en cualquiera de los videoclubs que aparecían como setas en los barrios. Se rompió el monopolio público de la televisión y enseguida se echó de menos a Pilar Miró.
Para que la década de los noventa la terminara sustituyendo como referente nostálgico, tuvieron que alcanzar la treintena aquellos que pasaron en ella el grueso de su infancia.
Hoy no queda casi nada de todo lo anterior en la conversación pública. Es interesante preguntarse por qué. La llegada a la primera línea de la política de una nueva hornada construida sobre el victimismo ha conseguido reescribir un relato que teníamos aprendido de memoria.
Quizá esa sea la razón de ser de "disruptivo", ese vocablo atroz que muchas veces se usa como adjetivo de las medidas que aplican. Hasta que ellos llegaron, todo era oscuridad. Lo leí en el antiguo Twitter: ante la imposibilidad de mejorar el futuro se opta por hacer peor el pasado. Sólo así pueden encajar las piezas.
La reescritura puede hacerse en ambas direcciones. Los recientes aniversarios así lo demuestran. El drama de marzo de 2004 se analiza únicamente desde las anteojeras (ideológicas) de veinte años después. El de marzo de 2020 se transforma en un relato épico que cuesta creer que sus promotores suscriban.
Se suma otro factor. La ola de puritanismo de dedo índice enhiesto que hemos dado en llamar woke despertó un nuevo tipo de nostalgia por los ochenta. Se podían decir cosas sin temor al linchamiento.
Ante la imposibilidad de mejorar el futuro les queda empeorar el pasado. https://t.co/sjh5kXpBKK
— jaja (@gutarno) March 3, 2024
Abundan los ejemplos. Uno de los más ruidosos de las últimas semanas es ese que muestra a un actor relatando cómo le pegaban en el metro por ir leyendo. No dudamos de este triste caso particular. Sí impugnamos que sea representativo de un "zeitgeist".
Hemos aprendido que a una narrativa oficial se le puede dar la vuelta como un calcetín. De este modo, los ochenta no serían ya las florecientes comedias de ejecutivos de Trueba y de Colomo, sino la filmografía completa de Eloy de la Iglesia.
De la explosión de libertad se ha pasado a un retrato indistinguible de la primera postguerra. Aquella España no era más que un interminable chiste de Arévalo en el que ninguna minoría quedaba sin ofender.
Cambia el símbolo. De Alaska a El Fary. Hace exactamente cuarenta años que concursaron juntos en una edición de Un, dos, tres… responda otra vez protagonizada por famosos. Ella acababa de lanzar con Dinarama Deseo Carnal, un álbum en el que se incluían Un hombre de verdad, Ni tu nadie o Cómo pudiste hacerme esto a mí. (Es un milagro que esta última canción se pueda seguir radiando).
"Suerte", dice, como era costumbre, la azafata que les ofrece los sobres con las preguntas. "Suerte la de tu novio", contesta él. Tanto la aludida como Mayra y Alaska se ríen.
Hubo un día en que los ochenta fueron nuestros.