Diríase que Pedro Sánchez ya ejerce in pectore de secretario general de la ONU, magistratura que algunos dicen que ambiciona, porque prácticamente ha pasado a ocuparse sólo de asuntos que caen del otro lado de los Pirineos.
Es cierto que en su geografía política siempre figuró antes Waterloo que Málaga, Zúrich antes que Ciudad Real, pero se trataba ante todo de servidumbres que imponía la degradación de España de imperio a colonia.
Incluso en este marco de irrelevancia casi plena de España en el mundo, fruto de la delegación de la política exterior en la superestructura imperial atlántica y bruselense, el Gobierno se las ha ingeniado para trasladar una imagen de potencia regional con creciente protagonismo.
Forma parte de la mitología sanchista muñida por sus cantores de gesta que nuestro presidente puede presumir de una notable "proyección internacional", aun con los obstáculos que le ha supuesto a la hora de definir una política exterior coherente la esquizofrenia geopolítica de un Ejecutivo bicéfalo. Lo que cuenta es que el B1 de inglés del conseguidor de la "excepción ibérica" hace que España ya no se quede aislada en los corrillos de los guateques transnacionales.
En verdad se trata de algo más pedestre: Sánchez pega la espantá a los territorios de ultramar, o se trae a sus embajadores a casa, cada vez que la atmósfera doméstica se torna irrespirable.
Si una parte de los españoles se ha formado de ti la idea de un temerario tunante de pulsiones despóticas, hacer de guía turístico de Biden en el Museo del Prado favorece un enjuague institucional notable.
Si te atenaza el escrutinio público por el chalaneo con los secesionistas, ejercer de anfitrión de Macron en la Alhambra es una cosa que dignifica muchísimo ante el objetivo.
Si arden las calles por la petición de perdón al golpismo separatista, desfilar por la moqueta de Bruselas para profesarse arrumacos con una arrobada Von der Leyen siempre será una buena opción.
Lo que hemos visto en las últimas semanas, sin embargo, es algo diferente. La política interior y la exterior ya no las concibe Moncloa bajo un esquema de compartimentos estancos según el cual el presidente se refugia del temporal de la primera en la calma chicha de la segunda. Ha pasado a darse un trasvase entre ambas, lo cual le ha reportado al Gobierno réditos ambivalentes.
Porque si bien ha exportado sus problemas internos al ámbito internacional, su política exterior es susceptible de darle aliento para la doméstica. De otro modo se antojaría incomprensible que Sánchez no haya sentido reparos en dilapidar parte de esa supuesta buena reputación embarcándose en sendas crisis diplomáticas con Argentina e Israel.
Las elecciones europeas le interesan a Sánchez en virtud de la lectura que se hará de ellas dentro del ciclo electoral español. Que se hable del "genocidio" de Netanyahu en lugar de la amnistía es un marco que favorece al Gobierno. El duelo encarnizado con Milei no supone un problema siempre que pueda explotarse para concentrar el voto izquierdista ante la inminencia del 9-J.
La contrapartida de la internacionalización del debate político español es que en este juego de tramoyas se resienten también los equilibrios internos de la "mayoría progresista".
Hacerse la foto aflojando la billetera con Zelenski le concede foco de estadista al presidente, pero al mismo tiempo encoleriza a Sumar y Podemos. Arrogarse el liderazgo de la causa palestina confiere mucho relumbrón en los foros globales, pero a su vez propicia que los de Yolanda Díaz busquen desasirse del abrazo del oso del PSOE magnificando sus desacuerdos con la cuota socialista del Consejo de Ministros.
Si no cambia la tendencia demoscópica, es factible que a Sánchez le vaya bien en las elecciones europeas, gracias en gran medida a este cambio en la escala del escenario competitivo. Pero a su bajada del Falcon, seguirá ahí (y acaso se recrudecerá) la parálisis parlamentaria que amenaza la continuidad de la legislatura, después de que sus socios íntimos hayan dejado caer dos iniciativas legislativas consecutivas del PSOE.
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Tras el desaire a Zelenski en el Congreso, Ione Belarra lanzó un recordatorio que sonó a amenaza velada: el Gobierno de coalición está "en un momento de debilidad suficientemente importante como para no tomar decisiones unilaterales de este calado".
Esta es la manta zamorana tejida con el precario encaje de bolillos de la política sanchista. Lo que genera complicaciones fuera puede ser favorable a los intereses de dentro, mientras que lo que puede ser bueno fuera resulta contraproducente para las necesidades de dentro.
Tal es el balance de este funambulismo en el que la patada hacia delante sólo permite seguir comprando tiempo, y en el que cada solución a un problema abre otro nuevo. ¿Qué cabía esperar de un líder que se marcó el ideal de la supervivencia en lugar del de la vida serena?