Aquellos camareros de la vieja Europa, de los cafés bien de Roma, Venecia y París, con chaquetilla inmaculada que tenían algo de soldados –pulcros, parcos en palabras y discretos como si hubiesen vivido una guerra detrás de la barra de mármol del Greco–. También los castizos, con barra de zinc, que hablaban como Tony Leblanc en La revoltosa, pero que al cliente le hacían sentir como en casa. A todos ellos les vertebraba su atención. Unos desde lejos, discretos como un francotirador, y los otros confesores de las penas y las alegrías diarias como párrocos que daban de beber al sediento.
La atención al cliente, que siempre fue un arte –lo mismo en un hotel de cinco estrellas, en un restaurante, que en un Carrefour– se nos ha extinguido. Se nos ha secado sin darnos cuenta ese "algo más" que trascendía la amabilidad. Una complicidad que se tramaba deprisa con unas sencillas reglas de cortesía: "Buenos días, por favor y gracias". Y un saber estar, claro. Más para el cliente que para el camarero, incluso.
Lo suyo era una mezcla de profesionalidad y servir al prójimo. Los restos del humanismo que quedaban en Europa, curiosamente, no se custodian en los museos, sino detrás de la barra de todos los bares y restaurantes donde todavía queda un camarero al que dar las gracias, aunque esté haciendo su trabajo, y que él te las devuelva a ti por hacer el tuyo, que es el de dar los buenos días al entrar y las gracias al pagar.
La atención al cliente se extingue. Era un contrato entre dos partes y ya no lo respetan ninguna de las dos. No hablo de esos bots que llaman a deshora por teléfono y cuando descuelgas no responde nadie al otro lado –escena inquietante como una película de Hitchcock– porque únicamente era una llamada de control.
Mucho menos de esos call centers enormes desde donde te llama una desconocida para venderte el producto que ya tienes y ofrecerte de paso un precio aún peor porque "no sabía que es usted cliente nuestro, vaya… ¡También tenemos esta otra oferta", dice ella ya que estamos. O ese laberinto exasperante en que han convertido cualquier banco para conseguir hablar con alguien humano cuando llamas por teléfono. Y una vez consigues acertar con la combinación te das cuenta de que era más amable y servicial la máquina que un individuo al que sólo le queda añadir: "Pues si le han robado la tarjeta, no me robe usted a mí el tiempo para anularla y búsquese la vida".
Pero en esta modernidad que nos hemos dado, con prisas y a lo loco, tratábamos de enseñar a las máquinas a ser humanos, a hablar fluido a diferencia de Schwarzenegger, mientras ellas nos han convencido de robotizar y estandarizar la educación de los que trabajan de cara al público. Hemos dejado de ser clientes para ser tan sólo datos maltratados, esclavizados con una larga cadena de ceros y unos en la que no cave la piedad.
A mí me dejaría de preocupar tanto la inteligencia artificial y me empezaría a centrar en que las personas, sobre todo las que tratan con otros, vuelvan a ser –de forma urgente– humanas y dispensen un trato que no le haga sentirse a uno un despojo carente de alma, de derechos y, lo más importante, en deuda por dejarte respirar.
Por eso las cafeterías de la modernidad se llaman Starbucks, que es ese garito a donde mudaron su tertulia los que no tenían tertulia en el Comercial. Allí te escriben el nombre en el vaso para que vaya por adelantado y quede muy claro que nunca se lo aprenderán. Las máquinas sabrán hacer café, pero no servirlo.