Hace unos días una amiga me confesó en voz baja, no sé si por vergüenza o por hastío, que le daba una pereza tremenda ir a votar el domingo. Que la política le traía harta. Que estas elecciones no eran más que una pasarela, una muestra de poder personal. Una forma de tantear la opinión ciudadana sobre los dirigentes nacionales de los partidos, pero que aquí nadie hablaba de Europa, ni de un proyecto común.

Según ella, aquí solo se venían a decir barbaridades y acudir a las urnas no iba a cambiar nada de eso. En definitiva, para qué todo esto, para qué votar.

Una imagen de archivo del Parlamento Europeo.

Una imagen de archivo del Parlamento Europeo. Europa Press

De primeras, no tuve una respuesta clara. Había una intuición, un hilo que me tiraba a plantear la pregunta de "¿cómo no votar?", una creciente indignación ante el letargo al que nos han sometido nuestros políticos y que ha desembocado en apatía ante el futuro de Europa y ante nuestro propio futuro. Pero no una respuesta clara.

Estos días me ha venido mucho a la mente El mundo de ayer. Si hablar de Elecciones europeas es sinónimo de hablar de abstención electoral, en mi mente, hablar de Europa es sinónimo de hablar, entre otros, de Stefan Zweig. Al menos, para entender de donde venimos, para entender lo que antes parecía imposible.

Para ser conscientes de cómo la creación de una Europa unida, de una Unión Europea, teniendo en cuenta la historia que nos ha traído hasta aquí, es casi un milagro. Un milagro que sucedió tras atravesar el mayor de los horrores, no una sino dos veces. "He sido testigo de la más terrible derrota de la razón y del más enfervorizado triunfo de la brutalidad", escribió Zweig en sus memorias.

Pero el proceso que nos encaminó a donde estamos hoy no surgió de una epifanía repentina, ni de una iluminación pacifista salida de la nada. Surgió de una aspiración inevitable, de un anhelo sin reservas de paz después de contemplar la absoluta aniquilación del espíritu.

Un deseo irreductible que llevó a nuestros padres fundacionales a apostar por la integración política y económica de los Estados europeos después de la Segunda Guerra Mundial. A buscar y reforzar los vínculos comunes, los puntos de unión, las creencias espirituales compartidas, y a procurar anular todo aquello que generase división y enfrentamiento.

El spot del Parlamento Europeo para estas elecciones pone de manifiesto una realidad: nos hemos acostumbrado a la paz y como resultado, han empezado a germinar semillas que están haciendo temblar los cimientos sobre los que se ha asentado esta convivencia pacífica en el Viejo Continente.

Cuando la paz se da por supuesta, se pierde. Igual que cuando la democracia se da por hecha, se extravía.

La paz y la democracia no se garantizan desde las redes sociales, ni desde una columna ni desde la barra de un bar.

Por muy obvio que parezca, la democracia se defiende acudiendo a las urnas. Votando a aquellos representantes que creemos que mejor lucharán por los valores europeos: por la dignidad humana y los derechos humanos, por la libertad y la igualdad, por el Estado de derecho, por la democracia. Y que, aun defendiendo los intereses comunitarios, no se olviden de los intereses nacionales.

Nuestra parte recae sobre hacer uso de ese derecho que damos por sentado. Como dijo Konrad Adenauer, uno de los padres fundacionales, en su discurso de Navidad de 1952, querer implica estar dispuesto a la acción. Es decir, a decidir por nosotros mismos. Porque si no, eso es seguro, otros lo harán.