De pronto leí en alguna parte la metáfora del junco y el roble. El roble es alto y rígido, genuinamente soberbio y en su apariencia, al menos, indoblegable. A su lado se levanta un pequeño junco de ramas débiles y cortas y en su apariencia, al menos, fácilmente quebrantable. Un día sopló un viento fuerte que desnudó las cualidades de uno y otro. El roble se mantuvo rígido, pero la rigidez hizo que el tronco quebrara. El junco, en cambio, se dejó acompañar por el viento, ladeó por un rato y permaneció en pie después de la tempestad, a pesar de los malos presagios.
Si nos ceñimos a la metáfora, ¿a qué se parece más la Unión Europea? ¿Al junco o al roble? En 2019, el novelista ruso Mijaíl Shishkin escribió que "es mucho más probable que la población occidental, atemorizada por el caos y la posibilidad de una guerra, elija nuevos gobiernos, sustituyendo a los enemigos de Putin por sus simpatizantes, a que la población rusa se alce contra la autoridad como resultado del hundimiento económico y la subida del precio de los alimentos".
Su presentimiento surgió mucho antes de que los europeos descubriéramos que en Moscú traían intenciones de ocupar, a toda costa, el país más grande de Centroeuropa. Lo que ya era muy real era el miedo a que los simpatizantes de Putin (Le Pen en Francia, Salvini en Italia o el AfD en Alemania) ocupasen sillones de poder en los principales despachos en la Unión Europea, imponiendo los valores y quizá las voluntades de Putin en nuestros países. Pero ¿qué queda de todo aquello?
No alegra las mañanas que los nacionalismos estén de moda en Europa. Especialmente si ocurre en Francia y Alemania. Y puede que los nacionalistas ya no estén por la labor de arrancar a sus países de la Unión Europea, a la vista del fracaso británico, pero esa no es la única manera de empeorar las cosas para todos. Lo más justo es preguntarse si sólo vivimos un giro a la derecha, donde los grupos radicales ganan peso sobre los ecologistas y los liberales, o si sufrimos la primera fase de la descomposición del experimento europeo, una idea bonita que funcionó durante un tiempo y acabó en el vertedero.
Muchos consensos están cambiando. Hace quince años, la transición verde unía a los grandes partidos, de izquierda a derecha, y la inmigración los desunía. Ahora sucede justo al revés. Incluso Pedro Sánchez presume de un pacto migratorio inspirado por "la ultraderecha". Y no sobran los motivos para la calma. Pero, al compás de estos consensos, nacen otros. Hace dos años, la Unión Europa expresaba su "profunda preocupación" por los asuntos en los que nunca se implicaría. Ahora avanza a trompicones, pero avanza hacia la edad adulta, sin dar por seguro que otro se ocupará de su seguridad cuando vengan mal dadas, y discutiendo su lugar en el mundo con Estados Unidos y China en una nueva guerra fría.
Esperar lo peor es resignación. Lo valioso es escapar del instante y echar la vista atrás. Convencerse de que esta Unión Europea no sólo merece la pena, sino que encontrará la manera de sobrevivir en la tempestad, igual que tras el brexit y durante la pandemia, mientras el fascismo avanza por el este y entre las estructuras, y mientras el mundo de hoy juega a los espejos con el pasado.