El PSOE ha celebrado con más entusiasmo los diez años de la llegada de Pedro Sánchez a la Secretaría General que la victoria de Alcaraz en Wimbledon o la de España en la Eurocopa.

Y no es para menos. Porque, según el presidente, "España tiene suerte de que exista el PSOE". El corolario es que tenemos suerte de que Sánchez sea el timonel, y no una alianza entre la derecha de extremo centro y la extrema derecha.

Lo más interesante de desandar el tortuoso peregrinaje de Sánchez desde Ferraz a la Moncloa es comprobar que los elementos que han acabado por caracterizar su liderazgo estaban ya larvados en aquel postulante a reemplazar a Rubalcaba. La forma en la que fue aupado a la dirección del PSOE y las motivaciones tras aquella elección pueden rastrearse como el embrión de su actual querencia caudillista, su praxis demagógica y su concepción plebiscitaria de la democracia.

Sánchez, en el acto de presentación de su candidatura a las primarias del PSOE, en febrero de 2017.

Sánchez, en el acto de presentación de su candidatura a las primarias del PSOE, en febrero de 2017. Moeh Atitar Madrid

Los testimonios recabados por EL ESPAÑOL de entre algunos de los compañeros que le acompañaron en su travesía por el desierto constituyen un valioso documento para reconstruir la genealogía de las notas definitorias de su estilo político.

Se repite la idea de la fortaleza: en un momento "de máxima debilidad, Pedro era el hombre adecuado" porque "hacía falta un tipo con mucha fuerza". La corte del presidente viene a reconocer que "era el mejor momento" para un hombre fuerte, tal vez sin advertir las connotaciones autocráticas que este concepto entraña.

¿Cómo no avizorar en aquel anhelo de un duce progresista la explicación de la anuencia del PSOE a la desarticulación de las estructuras orgánicas y federativas de unas siglas históricas que ha traído el mandato de Sánchez?

Es lo que admite tácitamente uno de los entrevistados cuando habla de la necesidad de una "ruptura" en la tradición socialista y de Sánchez como el que vino a abrir ese hiato. No sorprende que el líder responsable de romper con los usos que gobernaban su partido haya acometido después la derogación de las principales convenciones políticas vigentes en la democracia española.

La idea de una obsolescencia de las costumbres heredadas y de la necesidad de reformarlas (hoy el presidente enarbola la palabra "regeneración" como insignia) es indisociable de la figura de Sánchez. El que fuera su jefe de campaña le describe como parte de "una nueva generación a la que las estructuras [del partido] no dejaban brillar".

Y así corresponde a Sánchez el título de primer secretario general del PSOE elegido directamente por los militantes, en las primarias de 2014. Forma parte de su mitología personal el ser el candidato de la militancia, frente a las camarillas de la vieja dirigencia.

La ciencia política ha estudiado el carácter perverso de las primarias de los partidos: lo que se plantea como una exigencia para la democracia interna de las organizaciones, al revestir al ganador de una legitimidad inapelable emanada inmediatamente de las bases, tiene el efecto de afianzar los hiperliderazgos.

Esa conexión con el sentir popular es la que ha invocado Sánchez constantemente para desacreditar las pretensiones de los contrapesos que, en el cumplimiento de su función, han planteado objeciones al despliegue absoluto de su programa de desnacionalización.

Las primarias que ganó en 2017 tras haber sido destituido por la Ejecutiva de su partido han sido aún más determinantes en la educación política de Sánchez. Amaneció entonces su leyenda de tenacidad que ha conquistado a tantas almas simples, cuando se embarcó en una gira por toda España a bordo de su Peugeot 407 para empaparse de la voluntad del pueblo socialista y asumir el mandato de torcer el brazo de las estructuras tradicionales de su partido.

He ahí la génesis de la ideología del fundamentalismo democrático ínsita al discurso del lawfare que su Gobierno ha puesto en circulación. El rotundo comeback de 2017 es el hito que autorizó a Sánchez para acallar definitivamente la polifonía interna y para sublevarse frente a cualquier instancia de control legal que ose acotar la decisión popular que él encarna.

Los corifeos del presidente resumen el significado de la figura de Sánchez: "una nueva forma de entender el partido" y alguien que "supo interpretar la nueva política". Ha sido su flexibilidad para leer y adaptarse al signo de nuestros tiempos posliberales el fundamento de su éxito. Como ha escrito Cristian Campos en estas páginas, "los militantes socialistas coronaron al primer líder español que comprendió, asimiló y aplicó los modos de la política del siglo XXI. Una política más personalista, tacticista, populista y mediática".

Bien es cierto que la comparsa sanchista se refugia en eufemismos como "ambición" o "determinación" para no reconocer abiertamente que lo que necesitaba el PSOE era a un líder sin inhibiciones morales capaz de asumir la tarea a la que emplazaba la aritmética electoral española en las ruinas del bipartidismo. Alguien dispuesto a reformular los equilibrios parlamentarios según el esquema de la política de bloques, por controvertido que fuese, y que supiera hacer de la necesidad, virtud.