El movimiento antiturista en Barcelona ha ganado adeptos en los últimos años, y no se trata de un caso aislado, numerosas ciudades españolas y europeas claman por una reducción de un turismo que parece haber conquistado el centro histórico de ciudades como Toledo o Segovia, en las que el nuevo gentilicio es "turista". No se trata de un fenómeno nuevo, pues ahí está el pueblecito de pescadores de Benidorm, cuyos autóctonos se convirtieron en una minoría hace casi medio siglo.
No me lo tengan en cuenta. No soy uno de esos ilusos que abogan por las "políticas del decrecimiento" mientras una China voraz está dispuesta a crecer todo lo que nosotros decrezcamos y a contaminar nueve veces más de lo que nosotros reduzcamos nuestra huella de CO2. Sin embargo, este humilde youtuber hace tiempo que viene observando cómo se instrumentaliza el ecologismo y la etiqueta verde para hacer lo que algunos llaman greenwashing, y lo que para mí no es más que un argumento comercial.
Aún recuerdo a los responsables del puerto de Oakland explicándome cómo estaban utilizando las tecnologías verdes para lograr que el Gobierno les financiara la introducción de nuevos equipos de generación eléctrica con los que hacer más competitivo —y ahorrativo— su puerto.
Y sí, los ecologistas se quejan y hablan del greenwashing como algo negativo. Pero la mayor mentira es pensar que si Estados Unidos y China emiten 16.000 millones de toneladas de CO2 anuales frente a los 1.850 millones de toneladas de las cinco mayores potencias europeas —que representan el 10% de lo generado por EEUU y China— y frente a los 245 millones de España, como decía, lo ridículo es pensar que aunque convirtamos Europa en un prado gigante e inhabitado, eso va a tener alguna clase de impacto sobre el cambio climático.
Explicado lo anterior, ¿por qué apostar por lo "verde", habida cuenta de sus sobrecostes? Porque es un buen argumento comercial y en ocasiones es conveniente como parte de un plan de negocio. Aquí va un ejemplo. Recientemente he tenido la suerte de hospedarme unos días en un resort de Iberostar en Cancún y ahí he podido observar que el buen trato a la naturaleza del lugar —y a sus especies— o el ahorro de agua permiten hacer de la experiencia de visitar ese resort una experiencia mucho mejor para el turista. El resort perdería su gracia si no hubiera coatíes, tortugas y monos araña campando a sus anchas.
A este punto quería llegar yo. Quizá el asunto ecológico o esa idea fumigable de la "economía del decrecimiento" sea una buena excusa para hacer dinero como país, quedar bien, y aportar algo de paz mental a las atormentadas mentes de ciertos grupos ecologistas. Pero sobre todo sería una oportunidad de dar un salto adelante para la economía —y el bienestar— del español medio.
Veamos, aquel eslogan del "Spain is different", hábilmente utilizado por el entonces ministro de Turismo, un tal Fraga, sentó las bases del moderno modelo turístico español, un modelo basado en las masas de turistas europeos que buscaban turismo de sol y playa. El modelo era genial, ya que a nuestra entrada en la Comunidad Europea no molestamos a nadie. Con España centrada en el sector turístico, la industria quedaba en manos de Alemania y la jugosa PAC quedaba en manos francesas. Y todos contentos, más o menos.
Aquel modelo turístico de sol y playa nos ha funcionado bien, ya que contrariamente a lo expresado en múltiples ocasiones ha permitido una diversificación de nuestra clientela y una independencia de las crisis que han azotado a las economías industrializadas por medio del coste de la energía en los últimos 50 años.
Es más, gracias a nuestra especialización en el turismo y la construcción, España se convirtió en una potencia hotelera entre 1990 y 2010, desplegando resorts tan espectaculares como el de Iberostar en Cancún, una obra faraónica que culminó en 2005, que tuvo el apoyo de diversas administraciones estatales y autonómicas, españolas y mexicanas, y que hoy constituye un competidor directo de las todopoderosas cadenas hoteleras norteamericanas en todo el Caribe —desde Cuba hasta Yucatán—.
Lo interesante es que, gracias a este modelo, nuestros gigantes hoteleros han refinado el turismo de sol y playa patrio y lo han elevado a la máxima potencia, convirtiéndolo en un turismo de sol y playa de lujo que además apela al consumidor con más poder adquisitivo del mundo: el ciudadano estadounidense que busca un descanso en el paraíso tras un año de trabajo.
Pues bien, aquí es donde el Pisuerga pasa por Valladolid. El turismo de masas tradicional de España debe navegar hacia un turismo con menos masa humana y más masa monetaria. En otras palabras, apelar a un visitante menos numeroso pero de mayor poder adquisitivo. En China existen decenas de millones de millonarios. En todo el Sudeste asiático los nuevos ricos emergen como champiñones. Mientras toda esa masa de consumidores crece, en España no hay un nuevo "Spain is different" a la vista.
Esta es la idea clave del artículo: ya va siendo hora de España lance un gran plan público-privado que gire entorno al "Visit Spain". Uno que busque elevar el caché de la marca España y aumentar su prestigio y sensación de exclusividad, a fin de atraer un turismo cultural, un turismo de sol y playa, un turismo de aventura o un turismo gastronómico de alto standing que deje mayor margen a la productividad y al valor añadido en nuestro país. Uno que recurra a la ecología, los ingredientes de "proximidad", nuevos modos de proponer el turismo cultural o, en fin, que intente que en España hagamos algo nuevo y distinto a lo que se ofrece en otros países.
De esta manera, contentaremos a todos. A quienes les preocupa el empobrecimiento de la clase media. A quienes les preocupa la sostenibilidad de nuestro modelo turístico ante la competencia del exterior. Y a quienes les preocupa la gentrificación o la ecología.