Ha cundido estos días el pánico al difundirse la noticia de que las patatas fritas con sabor a jamón "tienen los días contados" en la Unión Europea.

Hubo quien llegó a pensar que podría tratarse de la antesala a la desaparición del jamón en general, en atención a los posibles nuevos vetos alimenticios aparejados a los cambios en la composición demográfica de Europa. O acaso por la difusión del credo antiespecista.

¿O tal vez había sufrido el nuevo poni de Ursula von der Leyen, después de que la muerte a dentelladas de su poni Dolly motivara a la presidenta comunitaria a volver a autorizar la caza del lobo, una indigestión de Lays?

Pero los verificadores se han apresurado a desmentir este bulo, muy probablemente puesto en circulación por los tentáculos digitales del Kremlin. Sencillamente, la Comisión Europea ha decidido no renovar la autorización de algunos de los aromas de humo empleados en este tipo de snacks.

La razón es que se ha comprobado que estos aditivos elevan el riesgo de sufrir enfermedades como el cáncer. A veces se impone la sensación de que todo cuanto nos rodea es de un modo u otro preludio de la enfermedad. No sólo el humo (de los cigarrillos, de los tubos de escape) debe ser desterrado de nuestra vida, sino incluso el humo en forma de aroma.

Vecinos de un pueblo de Tierra de Campos en la terraza de un bar.

Vecinos de un pueblo de Tierra de Campos en la terraza de un bar. Eduardo Margareto ICAL

El horizonte de la sociedad profilática encuentra su trasposición en España, gracias a un Ministerio de Sanidad volcado con la salud de la chavalada. El Gobierno aprobó el martes el anteproyecto de ley de alcohol y menores, para que se extiendan no sólo los espacios libres de humo, sino también los espacios libres de cervecitas.

La obsesión con la salud, seña distintiva de la ideología bienestarista de nuestro tiempo, delata un afán de longevidad propio de un mundo que ya sólo cree en la vida terrena. Cabe preguntarse: antes de que el vivir mismo fuera cancerígeno, ¿de qué se moría la gente? A la vista de la maltrecha pirámide poblacional de los países occidentales, no parece muy prudente esta búsqueda de la vida eterna intramundana mediante la eliminación de todos los focos posibles de enfermedad.

La inflación ordenancista desde los poderes públicos, proyectada sobre el alcohol, el tabaco, los ultraprocesados, la pornografía o el juego, habla también de la inclinación prohibicionista de las democracias liberales y sus Estados del bienestar decadentes.

Después de haber otorgado a los ciudadanos un fuero de libertad individual infranqueable, ahora los gobiernos vienen a capar esa libertad ante el mal uso que se hace de ella. Como señaló Juan Vallet de Goytisolo, "el liberalismo lo demolió todo en nombre de la libertad y después alentó la reconstrucción de los poderes encubiertos".

El Estado, monopolizador de las fuentes de autoridad, eliminó todas las instancias de reglamentación autónoma y orgánica con las que contaba la sociedad. El hiperregulacionismo es el recurso a posteriori del poder una vez que se ha arrasado la vida asociativa que permitía una autorregulación por parte de los sujetos de su relación con realidades potencialmente patológicas. Y ahora ya no se puede confiar en la capacidad de los sujetos de administrar un uso moderado del alcohol.

Esta desconfianza es la que se colige de la ley de alcohol y menores, que prohibirá a la industria promocionar sus productos bajo la etiqueta de "consumo responsable". En la sociedad postvirtuosa, los individuos carecen ya de templanza, y por tanto es el Estado el que pasará a encargarse de imponerla, cortando por la calle de en medio.

La presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, junto a su fallecido pony Dolly.

La presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, junto a su fallecido pony Dolly. Instagram de Ursula von der Leyen

El Estado se limita a restringir la disponibilidad y el acceso a productos insanos porque no puede (ni quiere) actuar sobre las causas de fondo que motivan estas prácticas perjudiciales.

En el caso de los aditivos, ¿va a ocuparse el Ejecutivo comunitario de los factores propiciatorios del abuso de la comida basura? Tales como:

1. El desmantelamiento de los hogares familiares y, con él, de su labor de avituallamiento de una despensa saludable.

2. La ruptura de la transmisión generacional de tradiciones gastronómicas elaboradas.

3. El modo de vida precario y ajetreado que dificulta dedicar tiempo a las labores culinarias.

4. La extinción de los mercados tradicionales, con el resultado de menos incentivos para los alimentos frescos y más para la comida preparada.

5. Las afecciones corporales auspiciadas por las sociedades sedentarias y su ideología del confort. El declive del estilo de vida mediterráneo (dieta saludable, descanso, actividad física y socialización). Las costumbres desligadas completamente de los ritmos naturales.

Etcétera.

En el caso de la bebida, ¿piensa el Gobierno abordar la dolencias espirituales que mueven al alcoholismo y a la adicción a otras drogas? ¿Está el Estado en condiciones de paliar, por ejemplo, el problema de la soledad, que parece una consecuencia necesaria de nuestro sistema socioeconómico?

El intervencionismo es la forma de cubrir el vacío que dejan las prácticas comunitarias extintas, y el último estadio de la evolución del Estado tutelar. Thomas Molnar ha explicado la ironía de que el Estado sea la vez "frágil y todopoderoso, un coloso de pies de barro": "Su debilidad para afrontar las situaciones concretas multiplica las burocracias, porque es más fácil acallar un problema que resolverlo".

Y nos encontramos con que el actual es un Estado moralista inmoral. Miguel Ayuso ha reconstruido el proceso histórico que lo explica.

El Estado moderno inició su andadura desembarazándose de cualquier moral preexistente, guiado por la idea de que debía ser éticamente neutro. Evolucionó después, en su fase fuerte, hacia el Estado ético. Es decir, uno que se entendía como productor de la ética.

Pero al erigir la ley positiva en la fuente de la moralidad, instaló un relativismo ético (lo bueno y justo es sinónimo de lo convencional) que acabó "produciendo la volatilización de la ética y la desaparición del propio Estado".

Y llegó a su tercera y última fase, la de un Estado moralizador, pero sin moral. Tal es el resultado de haber creído que es posible una ética sin moral. Que para la convivencia basta con una ética formal sin remisión a un acervo de costumbres virtuosas. 

El autoritarismo blando de nuestros días es la otra cara de la moneda de la administración tecnocrática y pretendidamente despolitizada. El Estado, argumenta Ayuso, asume una labor callada de ingeniería social. Se convierte en una "máquina ideológica que pretende modificar el comportamiento de los ciudadanos e imponerles una nueva forma de moral". El Estado moralizador "no puede dar sino lecciones, y encuentra en la tarea de la moralización una salida a su impotencia".

Es el propósito que ha explicitado el secretario de Estado de Sanidad: "Se trata de conseguir un cambio cultural". La intemperancia de los jóvenes obliga a modificar desde los poderes públicos la percepción de la bebida, para que se aparezca como igualmente dañina que el resto de drogas, por muy arraigada que esté en la cultura social española.

Por eso, no le dolerán prendas al Gobierno en eliminar las sillas de plástico con marcas de cerveza que forman parte del atrezo de los bares de toda la vida. Otros patrocinios emblemáticos de España, como el cartel del Tío Pepe o los toros de Osborne, se salvarán de la quema porque no están situados cerca de ningún colegio con niños susceptibles de ser corrompidos.

Pronto los únicos espacios sociales en los que uno podrá fumarse un cigarrillo y beberse una lata serán las plazas de toros. Y también ellas parecen tener los días contados.