Los ingleses han caído en un círculo vicioso. En una espiral que actúa como las arenas movedizas. Cuanto más te mueves, más hondo caes. Es propio de los imperios en descomposición.
El penúltimo acto de la decadencia (el último nunca llegará: es parte del castigo) es la crisis migratoria.
Arden algunas ciudades británicas sin control y la tensión estalla, aunque no creo que sea mucho peor que en la era punk, en la de la desindustrialización minera, la desilusión de posguerra, el IRA y el thatcherismo. Los británicos saben de revueltas, domingos sangrientos y represiones, y no siempre disparan bolas de goma.
En el Reino Unido hay malestar y hay inmigración, quién se atrevería a negarlo. Pero correlación no implica causalidad.
El malestar no es causado por los inmigrantes, y los inmigrantes no son causados por el malestar.
No siempre es así, por supuesto. También los extranjeros pueden ser la causa del malestar.
Por ejemplo, los ciudadanos de la India tenían buenas razones para molestarse contra los inmigrantes ingleses que se quedaron con sus plantaciones de té.
Los autóctonos de Sudáfrica también se podían sentir molestos cuando se veían privados del derecho a voto, de libre circulación, de asociación y de trabajo en su propio país por ser negros.
Es imposible negar que los extranjeros a veces pueden llegar a ser muy molestos. Entre ellos, los británicos tienen el honor de ser uno de los visitantes más incómodos.
Pero al inglés medio todo esto hace mucho tiempo que no le importa demasiado. Lleva décadas acostumbrado a ver en la metrópoli razas, religiones, comidas, olores y colores de todas las esquinas del mundo. Pakistanís, indios, africanos, chinos o europeos del este forman parte del paisaje cultural británico desde hace un siglo.
La diferencia es que ahora saltan a la palestra gurús como Rod Dreher, aquel ateo católico convertido a la ortodoxia de Vladímir Putin que afirmaba en sus redes sociales que los húngaros no tenían los problemas de los ingleses porque Orbán había acabado con la inmigración.
Claro. Un agudo observador notaría que el método Orbán tiene fisuras. En Hungría no hay inmigración porque hay emigración. El nivel de emigrantes (nacionales húngaros que abandonan el país) es el más alto en 25 años. Desde la llegada de Viktor Orbán se ha multiplicado por cuatro. O sea, que Orbán ha conseguido que no haya problemas con los inmigrantes porque a Hungría no quieren ir ni los húngaros.
A Rusia, la otra potencia nacionalista, le pasaba algo muy parecido antes de la guerra con Ucrania. Los rusos se iban de Rusia hasta que a Putin se le ocurrió mandarlos a la guerra.
El Reino Unido, en su largo proceso implosivo, va por el mismo camino. El brexit no sólo ha provocado un empobrecimiento económico y cultural, sino que ha multiplicado la sensación de amenaza y de pérdida.
De nuevo, por identificar mal las causas del malestar, Inglaterra se abandonó a un nacionalismo rancio. Tras la ruptura con la Unión Europea no sólo no alivió sus males, sino que los agravó. Como los matasanos del siglo XIX, que te ponían sanguijuelas cuando tenías anemia y te mandaban al hoyo por la vía rápida.
Inglaterra no tiene ahora un problema migratorio superior al siglo XIX. No hay más pakistaníes ni musulmanes ni africanos ahora que en la época gloriosa de la Commonwealth. Más bien al contrario. Los flujos migratorios van hacia otros lugares, como en la canción de Los Nikis. Ni la selección inglesa gana, ni comemos fish and chips en los McDonald's. Los inmigrantes van a otro lado y la City se mudará a Málaga.
Los ingleses tienen muchas razones para el malestar. Siempre han sido un poco insoportables, pero antes lo llevaban mejor. Ahora, encima, corren el riesgo de ser devorados por el mismo nacionalismo que les hizo comerse el mundo.