La fijación de la izquierda española con el generalísimo ha alcanzado cotas rayanas en la insania. Son ya muchos años de catequesis socialista (o educación para la ciudadanía), en los que las sucesivas añadas de españolitos han sido abonadas con la narrativa de la lucha contra el ubicuo fascismo.
Fue Zapatero quien instaló en la política española el requisito del "pedigrí antifranquista", como lo llamaba David Gistau, para ver compulsadas las credenciales democráticas. Y como su generación "ha llegado tarde para correr delante de los grises, para descabalgar al Franco auténtico, han tenido que conformarse con hacerlo delante de una estatua".
Manuel Alcántara, antes de que la memoria democrática se consagrara como nuevo consenso de Estado, añadía que en España, que "cuida rencores post mortem", siempre "la hemos tomado con las estatuas y con los rótulos de las calles, que se mudan más que algunos vecinos".
Una vez depurado el callejero de los epónimos de espadones, con la avenida Yagüe convertida en la Estado de Derecho y el paseo Primo de Rivera en el Almudena Grandes; una vez derribadas todas las efigies del caudillo y sacado su osario de Cuelgamuros; ¿dónde más podía volcarse el ánimo profanador del nominalismo progresista?
El Plural, el BOE por otros medios, ha encontrado una provincia inexplorada para el revisionismo histórico. El titular reza así: ¿Franco homosexual?: "Dormía con un cabo alemán, rubio y de ojos azules".
Los negacionistas de la Transición que encuentran intolerable que España no tuviera sus propios juicios de Núremberg siempre han recurrido a aquello de que Franco murió en la cama como imagen de la infamia. Pero constituye una novedad que ahora entren también en elucubraciones sobre quién era realmente su compañero de alcoba.
El Plural se hace eco de las palabras de un psicoanalista que "llega incluso a poner en duda su orientación sexual". Descubrimos gracias a este terapeuta telemático que la idiosincrásica voz aflautada del caudillo se debe al "componente homo", si bien este no era "activo", porque Franco "luchaba contra sí mismo".
Son estas aporías de las políticas de la identidad las que le echan un poco de pimienta a un desazonante panorama de neurosis ideológicas. Resulta que los centinelas contra la retórica homófoba se sirven de la presunta condición de homosexual de Franco para derrumbar la gravedad del personaje, considerándola implícitamente un motivo de escarnio y debilidad.
Pero, en realidad, si quienes enarbolan que Franco gustaba más la carne que el pescado quisieran ser coherentes hasta el final, deberían pasar a reivindicarlo como icono. Vale que no salió del armario de El Pardo, pero habría sido el primer jefe de Gobierno español perteneciente al colectivo LGBTetcétera.
Es cierto que se verían expuestos a una antinomia análoga a la que afecta a los izquierdistas que, por un lado, niegan que Jesucristo existiera, y por otro afirman que era comunista. Pero teniendo en cuenta la vocación resignificadora del posmodernismo y sus actualizaciones de mitos reaccionarios en clave emancipadora, no descartemos que, en una carambola del destino, acabemos viendo una carroza de Franco bajo palio en el próximo Orgullo. Y que rabien los fachas.