El arte de la seducción y, en definitiva, el arte del amor es tan antiguo como el arte de la guerra. Podría decirse que incluso más, porque todo gran amor ha acabado desencadenando algún tipo de guerra, pero no está muy claro que toda guerra desencadene algún tipo de amor.
Pensaba en esto ojeando el libro de Sun Tzu que me encontré estos días de verano, algo polvoriento, muy olvidado, en una estantería de la biblioteca de casa. Algunas de las máximas expuestas en El arte de la guerra son aplicables tanto en el campo de batalla como en el campo de minas del ligue. Por ejemplo, que se basa en la táctica del engaño (¿quién no se ha vendido algo mejor –o incluso peor– en una primera cita?). O que "en la guerra, practica el disimulo y tendrás éxito".
Lo mismo pasa con la seducción. Esta siempre iba de indicios, de ser escurridizo, de estar, pero no; de dejarse ver, pero no. No iba de claridad, ni de rotundidad. No iba de enseñar todas las cartas en la primera ronda ni de entregar todas las fichas al crupier. Pero puede que esta táctica, este juego de claroscuros, haya perdido su momentum y haya llegado a su fin.
Porque parece ser que hemos entrado en la época de enarbolar las armas (de ligue, por supuesto) para entrar en una confrontación cuerpo a cuerpo. Directa, sin dobleces. Sin tics azules ni fueguitos ni citas con gente que no se parece a su foto. Puede que esto explique lo que supuestamente sucede en los pasillos de Mercadona.
Resulta curioso cómo hemos pasado por las aplicaciones de citas, incluso por el amor con seres ficticios, con bots e inteligencias artificiales que se llaman Sandra o Clara o Siri o Alexa, por el amor moderno, el amor fluido, el poliamor, para llegar de vuelta al punto de partida: a la búsqueda de un amor a primera vista, físico, generado por un encuentro fortuito (hasta cierto punto).
Un encuentro que se da al llevar una piña dada la vuelta en el carrito para mandar el mensaje de "estoy aquí, disponible, háblame". Igual que las pulseras de colores de las fiestas de emparejamiento que te dejan el alma un poco triste, esta fruta simboliza un cartel atado al cuello que dice "estoy solo, quiero conocerte".
Sinceramente, no sé hasta qué punto toda esta historia es real o si se trata sencillamente de otro producto más de las redes sociales, en las que se agita una idea, un concepto o una posibilidad como un sonajero para ver cómo suena y si resuena. A veces, no se oye nada. Pero otras veces, de repente, ese sonido se pone de moda hasta convertirse en una realidad contenida.
Puede que la gente de veras acuda a Mercadona entre las siete y las ocho de la tarde, con una piña en el carrito, para patearse el pasillo de vinos arriba y abajo, abajo y arriba, hasta que alguien, de repente, sin previo aviso, sin verlo, pero sí queriendo, choque con su carro. Oh, tú por aquí. Buen vino. ¿Vamos a cenar?
Como era de esperar, las críticas no se han hecho de rogar. Hay quienes reprochan la publicidad que se le está haciendo a la cadena de supermercados. También hay quienes critican el mismo hecho de que esto se esté comentando en los medios de comunicación por ser completamente banal y absolutamente prescindible, o los que se mofan y solo ven lo desesperado de la situación.
Luego estamos los que lo vemos con algo menos de cinismo y algo más de humor. Si los GenZ no están encontrando lo que buscan por redes y apps de citas, si no les gusta cómo está predispuesto todo para conocer a alguien, si quieren innovar o incluso simplemente echarse unas risas, solo queda celebrarlo. Desde luego, se me ocurren formas peores (y menos entretenidas) de conocer a alguien que en los pasillos de un supermercado chocando carritos.
Además, quién sabe. Puede que suceda como en El amor en los tiempos del cólera, donde una mirada casual es el origen de un amor que medio siglo después aún no se daba por terminado.