El ser humano, como cualquier otro animal, se divide en grupos y subgrupos, en naciones y familias, igual que los perros se dividen en razas y jaurías.
Puede que la capa de cultura y civilización de la que disfrutamos refrene y refine dichas tendencias. Pero es innegable que el hecho de sentirnos parte de un grupo y de excluir a quienes no forman parte del mismo es una tendencia tan natural como inevitable.
Decimos "sentirnos" y no "percibirnos" porque la percepción es la suma de un juicio racional tendente a lo objetivo combinado con restos de subjetividad.
En cambio, la asimilación de un ser humano con un grupo es una cuestión esencialmente sentimental e irracional.
Hay algo naturalmente xenófobo en el ser humano (y en cualquier grupo de animales). Es un comportamiento inevitable. No conozco ningún animal del planeta que considere a todos los de su especie como un solo grupo.
Además, la máxima animosidad se alcanza a menudo entre congéneres debido a la competición por los mismos recursos alimenticios, sexuales, territoriales e incluso políticos, en el caso de ciertos mamíferos.
Siendo conscientes de lo anterior, y entendiendo que en el caso humano la racionalidad y nuestro mundo de las ideas pueden contribuir a rebajar enormemente esta falla evolutiva, la tendencia a desconfiar del otro sigue siendo generalizada.
Y eso implica que la introducción de grandes cantidades de "los otros" en el territorio de "los nosotros", de la Nación, debiera, aunque sólo fuera en honor al principio de prudencia, exija un debate político serio. Al fin y al cabo, para eso sirve un sistema pluralista y con libertad de opinión como la democracia liberal.
Sin embargo, el debate ha nacido muerto.
Las democracias más avanzadas del planeta han preferido hacer oídos sordos a la cuestión, aun cuando las cifras de migrantes de todo pelaje crecen exponencialmente. Aun cuando vivimos una explosión demográfica africana que se va a convertir en el gran reto del futuro para las envejecidas sociedades europeas del siglo XXI.
Como recordarán los pocos privilegiados que conocen esa disciplina conocida como polemología, el estudio social de las causas de la guerra, la demografía desbocada es un excelente predictor de conflictos.
¿Y ante estos argumentos de sentido común qué hemos hecho?
En Suecia y Dinamarca se ha usado la táctica del avestruz hasta que el avestruz ha recibido una patada. Es decir, se ha abordado el problema tarde y mal.
En Francia, sin embargo, han optado por cebar la bomba de relojería hasta que ha sido inocultable. Y mientras esperan al estallido de la bomba, el país entero se desgarra.
En Reino Unido y Estados Unidos han optado por dejar que la economía de mercado, y la tradicional falta de responsabilidades del Estado frente al individuo, haga el trabajo. Han decidido que la asignación eficiente de recursos económicos integre a determinados grupos, con un cierto éxito en Estados Unidos y un fracaso en Reino Unido.
España disfruta de diez o veinte años de ventaja por nuestro atraso decimonónico respecto al resto de Europa. Nuestra migración llegó más tarde y eso nos da la ventaja de saber lo que ha sucedido en otros países de Europa, e incluso en algunas de nuestras comunidades autónomas.
Lo más inteligente que podríamos hacer es tener un debate de verdad.
Un debate de verdad no debería consistir en asumir la maldad y la inadaptabilidad intrínseca de los musulmanes ni la bondad de la migración europea o hispanoamericana.
El debate debería partir de una hoja en blanco. Lo idóneo sería organizar una comisión compuesta por estudiosos de reconocido prestigio y de reconocida inactividad política para que elaboren un estudio de Estado sin cortapisas. Un estudio que incluya pronósticos y listas claras de problemas y beneficios de los distintos grupos migratorios que, previsiblemente, acudirán a nuestro país en las próximas décadas.
Un documento que arroje conclusiones claras para un debate público serio y acotado, que no dé lugar al sentimentalismo cutre de quienes pretenden tirar abajo las fronteras o salvar a toda alma en pena del Sur Global, pero sin dar pábulo tampoco a quienes creen que Tariq y Musa se esconden entre las masas migratorias que han accedido a nuestro país mientras Pedro Sánchez se convierte en su Witiza particular.
Siendo realistas, hay varios escollos para que este debate se produzca.
En las redes sociales hay muchos que, amparándose en su derecho a la libertad de expresión, pretenden que no haya debate, sino explosiones de emociones xenófobas y, muy especialmente, antimusulmanas.
Asimismo, existe una izquierda que, por una mezcla de cálculo electoral y político, evita este tema porque cree que perderá el debate.
Por último, existe un centroderecha flojo, dubitativo, táctico, sin un proyecto claro y sin arrestos para abrir como es debido este delicado asunto.
Sólo queda llamar a los partidos políticos para que abran el debate. Para que adopten medidas enérgicas en la dirección que proceda, sea esta más o menos amable.
Necesitamos menos ruido y más claridad respecto al auténtico impacto de la migración en nuestras sociedades, y muy especialmente de la migración musulmana, para que unos no minimicen u obvien su impacto, y para que otros no vean en una alargada sombra la amenaza que en realidad proyecta un enano.
Una buena gestión de la política migratoria, ahora que estamos a tiempo, puede conferir solidez al proyecto de España e incluso proporcionarnos una ventaja estratégica de crecimiento, estabilidad y captación de talento frente a otras potencias europeas que lideraron (a su pesar) la acogida de migrantes.
Por el contrario, una mala gestión de este asunto nos forzará a tomar medidas más drásticas y lesivas en un par de décadas, o a ver cómo nuestro país se afrancesa en forma de guetos y conflictividad social.
Hay que abrir el debate ya. El momento es ahora.