Siempre he dicho que una de las cosas que añoro de la vida que no tendré, de la vida que es imposible que tenga, es entrevistar a tumba abierta a la reina Sofía y echarnos unos cigarros largos.
Más que nada, para escuchar su voz (propia) por primera vez. No reconozco su tonalidad, ni su cadencia, ni su acento. Lleva más de medio siglo sonriendo como uno de esos peluches de oruga de la feria, lentos, suaves, muertos.
Lleva una democracia petrificada como una gárgola en Zarzuela. Me gusta imaginarla de palique hasta las y pico con su compadre J. J. Benítez, bebiendo vino y buscando ovnis en la madrugada de Fuencarral-El Pardo.
Cuando te pasas la vida callado, tus pasiones son más fuertes, más vigorosas (es como perder un sentido, se te agudizan los que te quedan). Cuando te pasas la vida casada con un cantamañanas como el emérito, te pones a creer en los extraterrestres porque te cuesta creer en la existencia de los hombres.
Lo peor que se puede ser en la vida es inofensivo. No lo peor, sino lo más triste y seboso. Te convierte en una víctima vitalicia, en alguien sin capacidad de reacción. Te infantiliza un poco. Te arranca la dignidad de cuajo.
No sé si es el caso de Sofía de Grecia. Nadie lo sabe porque no la conocemos en absoluto. De ella sólo atisbamos lo superficial, una especie de calma hierática y tensa que se confunde con sumisión. Es un misterio extranjero, una extraña para siempre.
Me recuerda a esos ciudadanos chinos que curran toda la vida aquí y se van a morir a su país porque nunca estrechan lazos verdaderamente con la tierra de acogida.
En fin, no es que la señora se haya herniado trabajando tampoco. Me refiero a que hay algo poco integrado en Sofía. Hay algo desarraigado en ella, algo volátil, algo utilitarista. Algo diplomático y amable que nos detesta en secreto, que nos tolera mal.
Quizá odie España como la odiaba Victoria Beckham. Porque aquí su marido la engañaba, porque esta era la plaza de sus grandes tardes de cuernos y toros. Entonces dijo que olíamos a ajo.
Contra algo hay que arremeter.
España, a cambio, siente cierta lástima por Sofía por estas caracerísticas citadas, sólo aparentes, meramente superficiales. Le hemos emborronado el espíritu y el carácter. Hemos dejado de creer que hay leyenda y secretos y ansiedades y lujurias detrás del rostro tranquilo y pacífico de la emérita.
Yo diría que esto es equivocado y es machista. ¿Por qué damos por supuesto que es una hembra abnegada y soporífera? ¿Quiénes nos hemos creído para encerrarla en este coto de frigidez y aburrimiento?
¿Qué sabe nadie de la vida de una mujer?
Somos tan soberbios y tenemos tantas taras patriarcales que funcionamos por contrastes, dibujando personajes de brocha gorda para resumir el mundo y apuntalar nuestros prejuicios.
Él, el malo guasón, el canalla, el lúbrico, el corrupto.
Ella, la hogaza de pan, la santurrona, la tonta, la monja de todo esto.
Es ridículo. Es insultante. Es limitante. La estamos tratando como a una pobrecita. Como si lo peor que le pudiera pasar a una mujer es que su marido la engañara.
¿Y ella? ¿Qué ha hecho ella? ¿Qué ha deseado? ¿Por quién se ha vuelto loca?
Yo estoy segura (segura como de que me llamo Lorena del Carmen, segura como de que el agua moja) de que la existencia de una mujer es compleja y de una intriga inacabable. Más, la suya, con todas las aventuras grandilocuentes que ha tenido al alcance.
Estoy convencida de que ha amado y dejado de amar, de que ha hecho y deshecho, de que lo dio todo, lo perdió y lo reconstruyó de nuevo. Tuvo amigos y amantes y enemigos y rozó manos por debajo de la mesa.
Sofía no se pasó la vida mirando a una pared esperando a que Juan Carlos volviera.
Él no es para tanto ni ella para tan poco.
Simplificarla es denigrarla.
Las gatas tienen siete vidas. Y las de la corte, algunas más.