El filósofo Giambattista Vico identificó las tres condiciones de la vida civilizada: la práctica de la sepultura, el culto divino y la institución matrimonial.

En nuestro tiempo, los ritos religiosos palidecen aceleradamente, y los casamientos no gozan de mucha mejor salud.

La anomia de la civilización contemporánea parece completa si ni siquiera se respeta ya el enterramiento, el primero de los principios generadores de humanidad.

El Congreso suspende la sesión de control  el pleno ordinario de este miércoles por los estragos de la DANA.

El Congreso suspende la sesión de control el pleno ordinario de este miércoles por los estragos de la DANA. Efe

Es lo que ha ocurrido este miércoles, cuando la Mesa del Congreso, a instancias de los partidos de la coalición de Gobierno, ha mantenido parte de la actividad parlamentaria pese al casi centenar de fallecidos que ha dejado el temporal en Valencia.

Es cierto que el PSOE y sus socios acreditan un célebre expediente de impiedad funeraria, con episodios como la profanación de mausoleos en cumplimiento de la memez histórica, o la abyecta prohibición a los familiares de los fallecidos durante la pandemia de despedirse de sus seres queridos.

Pero supone un nuevo hito en la pendiente de depravación moral de la política española que todos los partidos salvo PP, Vox y Compromís se hayan negado a guardar el debido duelo por las víctimas de la DANA.

Con esta inhumana e incivilizada falta de cuidado hacia la muerte ajena, la clase política rubrica también su suicidio.

Porque si los políticos ya ocupaban el más profundo sótano de los afectos de la inmensa mayoría de españoles, apuntala el último clavo en su propio ataúd que, cuando España vive una de las calamidades naturales más devastadoras de su historia reciente, los parlamentarios se dediquen a repartirse los despojos de la televisión pública.

El divorcio entre gobernantes y gobernados es total cuando los primeros ni siquiera cumplen el cometido que justificaba su existencia antes de que la modernidad política redujera al Estado a una maquinaria de drenaje económico, social y moral: procurar el amparo de quienes están bajo su mando.

Mientras una crisis como esta galvaniza las reservas prepolíticas de solidaridad social, con una profusión de auxilio altruista, la casta partitocrática, ajena al diluvio, despacha sus negocios privados para avanzar en el desvalijamiento del Estado.

Es tal el eclipse de la conciencia moral, tan absoluta la ausencia de un sentido nacional, que los actores políticos se muestran incapaces de suspender el duelo parlamentario en observancia del duelo fúnebre.

No podía ser otro el punto de llegada del proceso de colonización fundamentalista que ha carcomido el sentido común de las cabezas más ideologizadas. En un momento en que todo un país debiera estar en comunión en un mismo espíritu, los nauseabundos campeones de la indigencia ética priorizan el culpar de la tragedia a los "negacionistas" del cambio climático o al Gobierno autonómico del PP.

Se dice que esta renuencia a deponer momentáneamente las banderías es síntoma de la asfixiante politización que nos aqueja. Pero no se trata de politización, sino de faccionalismo. Porque una catástrofe social es por definición materia política.

No hay un exceso de política en España, sino un clamoroso déficit. Una vida cívica vigorosa y activa políticamente sería aquella que se ocupara de las cuestiones comunitarias que requieren de una dirección pública. Cuestiones como la puesta a punto de las infraestructuras nacionales o el diseño de una política hídrica funcional.

En cambio, la conversación nacional, secuestrada por una costra de menudencias, se consume en una circunvalación de discusiones inconducentes sobre el abono del diezmo al secesionismo parasitario, el cobro de comisiones ilegales o la sobreactuación ante problemas venéreos de algunos diputados.

Como haciendo una lectura torticera del dictum evangélico, la clase política española le ha dicho a su pueblo: "Deja que los muertos entierren a sus muertos".