El chaval estaba nervioso. El chaval, quizá, estaba más nervioso que nunca. Había salido de la redacción del Arriba, donde escribía contra la libertad, y tenía que ir a casa a escribir un discurso para que su país estrenara la libertad de una vez.
La situación era bastante rara aquella mañana. Él, que había salido del Arriba, donde te podías cagar en Dios pero no en Franco, donde se jugaba al tiro al plato con pistola de verdad, tenía que escribirle un discurso para ganar la libertad... al ministro secretario general del Movimiento.
Entonces el chaval, que tenía cada vez más nervios y menos tiempo, se arrimó a un quiosco de prensa de la calle Alcalá para comprar la revista Triunfo, donde escribían los comunistas. Había muerto el dictador, era 1976, pero todavía gobernaba el hombre que había anunciado entre lágrimas por la tele la muerte de ese dictador.
Con la revista bajo el brazo, el chaval se fue a casa y se puso a emborronar cuartillas con la máquina de escribir. Se llamaba Fernando Ónega y llevaba unas gafas enormes, de pasta, ¡horribles!, que ni siquiera la libertad que allí empezaba debería permitir. Pero algo debió de ver a través de esos oscuros cristales.
Escribió una frase poderosísima que leería Suárez y que hoy define de una estocada lo que supuso la muerte del franquismo: "Vamos a elevar a la categoría política de normal lo que a nivel de la calle es simplemente normal".
Esta anécdota me la contó el otro día en una entrevista el propio Ónega, que conserva la vista a través de unas gafas fantásticas, casi invisibles. Puedo sumar algunas otras. En apenas un año desde el nombramiento de Suárez, desaparecieron todas las estructuras represivas del franquismo. En apenas un año, un tal Jordi Solé Tura, comunista, pasó de poder ser detenido a redactar la Constitución.
He pensado este fin de semana en las anécdotas de Ónega mientras leía el libro de Juan Fernández-Miranda Objetivo: Democracia (Espasa, 2024). Fernando tiene 77 años; Juan, 45. Lo normal es que la generación de Fernando (los que venían del Arriba y los que escribían en el exilio) defiendan aquello que luego se llamó "Transición". Sin embargo, empieza a resultar cada vez más frecuente que la generación de Juan, y sobre todo los que llegamos después, desconfiemos de esa operación y la contemplemos como un pacto de despacho según el cual lo que llegó fue una libertad a medias. Un apaño para que ganaran los de siempre.
El otro día, en nuestra conversación, Ónega insistía en las pequeñas historias para contar lo que fue la Transición. No santificó a los protagonistas. No se salvó a él mismo. Fueron como nosotros, como lo somos todos a ratos: ambiciosos, mentirosos, desafiantes, irresponsables.
Pero nunca se apagaba del todo en ellos la llama de la dignidad institucional.
Felipe y Guerra dijeron barbaridades a Suárez (hoy estoy seguro de que se arrepienten) pero jamás aceleraron lo suficiente como para que la máquina descarrilara. Suárez, en el 79, viéndose perdedor, ganó las elecciones retomando ese viejo discurso del "que vienen los comunistas, que esto va a parecer la URSS". Pero nunca apretó lo suficiente como para quebrar la convivencia del cigarro compartido.
La Transición tuvo, como dicen hoy los gurús, "costes de oportunidad". Para mí, hubo dos. El primero, la impunidad que se le brindó al rey mientras él entrega su poder absoluto. El segundo, que la Transición fue plena en el sentido político, pero no en el económico.
Esto no lo dijo un peligroso comunista. Lo dijo el propio Adolfo Suárez. Dimitió y dijo a sus colaboradores que eso le daba rabia, que la libertad política era plena, pero que la oligarquía seguía siendo la misma que con Franco. Empresarialmente mandaban los mismos.
Apunto estas cosas para que la alabanza de la Transición no degenere en la loa de un mito. Pero con todo, fue la operación política más brillante de la Europa Occidental en los últimos cien años. Por su fragilidad, por su improvisación, ¡por la suerte!, por su determinación. Era casi imposible que saliera bien, pero salió bien.
Me decía el otro día Ónega, consciente de que los chavales de hoy no saben nada de entonces, que convendría una asignatura en los colegios titulada algo así como Constitución Española. Y tiene razón, pero le apunto un matiz.
Esa asignatura, más allá de obligar el aprendizaje de los preceptos clave de la Constitución, debería arrojar a los muchachos al conocimiento de aquellas historias minúsculas pero apasionantes. La Transición hoy suena a viejo, a señores aburridos con traje, a fachas que no habían dejado de serlo y a socialistas cobardes que dejaron de serlo.
¡La épica fue justo esa! Lo explica de maravilla Javier Cercas en Anatomía de un instante. La Transición fue un juego de traidores. Suárez, Felipe y Carrillo tuvieron que ser muy valientes para traicionarse.
La asignatura no debería ahormar un puñado de fechas y de nombres, como ya ocurre, si no recuerdo mal, en Segundo de Bachillerato. La asignatura debería parecerse al libro de Juan, a los recuerdos de Ónega.
Recuerdo a Juan aquel verano, en la redacción de ABC. Cuando cerrábamos el periódico, me enseñaba las notas del libro que estaba escribiendo sobre su tío abuelo Torcuato Fernández-Miranda. Recuerdo el fuego en sus ojos. Me decía: "¿Te das cuenta? ¿Cómo pudo ocurrir?". Y así lo aprendí yo.
Es la épica, la pequeña historia, lo que puede salvar la Transición. Decimos hoy muchas veces que los chavales no saben quién fue Miguel Ángel Blanco. Añado una posdata: los chavales de hoy no saben quién fue Adolfo Suárez.
Y quienes lo saben, cada vez más, por culpa de memorias históricas hemipléjicas, sólo conocen la primera parte de su vida: la de la camisa azul y el Movimiento. Suárez fue tan valiente como Felipe o Carrillo, tan demócrata como ellos. Y lo tuvo más difícil para serlo.
Nunca pensé que hacer la revolución hoy sería reivindicar a Suárez. Cuando era más joven todavía, eso era algo aburrido. Y quizá por eso ahora sea revolución. Así que me he gastado mis ahorros en un póster suyo enorme, de campaña, que pienso enmarcar esta semana. Para que mi hijo Lucas, en cuanto aprenda a hablar, me pregunté: "Papá, ¿quién es ese?". Y yo, como en la canción, le contaré otra vez.