Se va Rafa Nadal y nos vamos un poco todos. A la vez que él abandona las pistas de tenis, se resbala el tiempo, alejándose. Su despedida nos hace, de algún modo, más mayores o, al menos, más conscientes del inexorable paso del tiempo.

Rafa Nadal, durante su despedida como tenista profesional.

Rafa Nadal, durante su despedida como tenista profesional. EFE

Pero parece un giro trágico del destino, y uno injusto, que un jugador tan irrepetible como él viva un final de carrera tan amargo. Luchador inconmensurable, nunca se dejó ganar. Pero este final extraño, inmerecido, que lo ha vencido, nunca debió ocurrir.

Rafa no estaba en condiciones de disputar ese último partido. Ni siquiera ante un rival menor que, en otro tiempo, no le hubiera opuesto la menor resistencia.

Extraña que esto no lo hubiera advertido él mismo, siempre tan meticuloso y tan exigente consigo mismo. Que no lo haya considerado David Ferrer, ese gran campeón que perdió cuatro finales del Conde Godó contra él, ahora capitán de la Copa Davis.

Ni Ferrero, ni Moyá, ese banquillo con tantísimo talento, lleno de ex números uno mundiales.

Quizá, no fueron capaces de elevarse por encima de sus propios deseos e ilusiones para contemplar una evidencia: Rafa, simplemente, no estaba en condiciones. Como a tantos campeones antes que a él, el tiempo también había acabado derrotándolo.

Es una lástima que Nadal, ese gigante legendario, haya disputado su último partido ante el jugador número ochenta del mundo. Y, más aún, que perdiera ante Van De Zandschulp y que su retirada definitiva ni siquiera dependiera de él, sino de otros jugadores.

Es una pena (¿nadie contempló que podría pasar esto?) que Nadal no jugara su último encuentro como profesional con Carlos Alcaraz, su sucesor, a quien tenía al lado.

¿De verdad a nadie se le ocurrió?

Roger Federer cerró su histórica carrera jugando en su país con Nadal de compañero en la prestigiosa Laver Cup. Ambos perdieron ese partido, ya histórico, pero fueron felices, e hicieron felices a los aficionados al tenis de todo el mundo.

Si Nadal hubiera jugado el doble junto a Alcaraz y hubieran perdido, ¿no hubiera resultado también un hermoso final, y el más adecuado, a la historia del balear?

La noche del martes salió todo mal. Sobre todo la estrategia (¿por qué no jugó Rafa ese doble?).

Pero la realidad, más allá de esa jornada, es que Nadal lleva maltratando su carrera ya algún tiempo.

Eugenio Suárez-Galbán, premio Sésamo de novela de 1982 y catedrático universitario durante cuarenta años, solía decir en sus clases que lo más difícil de escribir una obra de ficción es saber cuándo concluirla. La de Nadal ha sido una obra de arte colosal, pero, desafortunadamente, no ha sabido terminarla de un modo acorde a su leyenda.

John McEnroe, ese genio americano, señaló durante el último Roland Garros que "nadie debería decirle a Nadal lo que tiene que hacer".

Y tenía razón. Rafa se había ganado el derecho a terminar cómo y cuándo quisiera. Pero seguramente no auguraba el estadounidense que el tenista español fuera a tener un final tan absurdo tras una carrera tan épica.

Ver a Nadal en el banquillo español intentando empujar a Granollers y Alcaraz, y dependiendo de ellos para ver cuándo concluía su carrera, resultó penoso y desconcertante. También innecesario.

El tamaño de la obra de Nadal es tan inmenso que el martes lo más importante no era que España se clasificara para semifinales de la Davis, sino que este país, al que tanto ha entregado el tenista de Manacor, acogiera con dignidad y elegancia su retirada.

Y eso no ocurrió.

El final de Nadal, quizá el mejor deportista español de todos los tiempos, resultó notablemente desafortunado.

No se estuvo a la altura. Su figura, irrepetible, merecía muchísimo más. Su final debió haber tenido al menos una mínima parte de la grandeza formidable que tuvo su carrera.