Hace unos días tuve una interesante charla con uno de esos altos funcionarios que conocen bien determinados sectores industriales. Como es natural, surgió el asunto de la "industrialización". O más bien de la "reindustrialización".
A estas alturas, uno, revolcándose en sus sesgos, daba por hecho que España, Europa y, si me apuran, Occidente, requieren de una cierta reindustrialización, ya que las ideas liberales puramente aplicadas nos han conducido a perder capacidades productivas en favor de Asia y China.
Pero me choqué con un muro argumental.
Aquel tipo argumentó con solidez que el montaje y ensamblado de un artilugio, sea este un teléfono móvil, un coche o una silla, es en realidad una actividad de valor añadido muy inferior a la dimensión verdaderamente fundamental: el diseño.
Esto es, la idea y su ejecución.
Una vez posees la idea, y tienes capital para ejecutarla, es con frecuencia sencillo buscar quien la fabrique.
En realidad, esta es una idea que todos conocemos. O que más bien conocíamos.
Porque si bien la tesis es cierta, y a principios de 2000 era el argumento típico para explicar la desindustrialización de Occidente, parece claro que, aunque la idea de fondo siga ahí (es obvio que el diseño produce mayor valor añadido), ya no está nada claro que los beneficios de conservar sólo el mango, y no la sartén, sean siempre preferibles a optar por el arduo camino del industrialista.
No sólo eso. Mi interlocutor apuntaba otro argumento que cada vez se escucha menos, pero que no deja de ser cierto.
La competición y el comercio internacional abiertos han permitido a un mundo muy pobre en términos históricos enriquecerse y paliar las patéticas carencias materiales que lo fustigaron en el pasado.
Incluso podemos ir más allá. Los bajos costes de los bienes y los servicios de lujo (como televisores, viajes o coches) han permitido que en países como el nuestro se haya producido un salto de gigante en solo cincuenta años.
Y es cierto que, a menudo, parecemos olvidar todas esas ventajas provistas por los países de Asia.
Así que pongamos las cosas en su justo contexto. Está claro que nos hemos beneficiado, y nos seguimos beneficiando, de este modelo productivo gracias a bienes y servicios sumamente económicos.
Es cierto también que nos hemos librado de las externalidades. Todos esos costes en términos de contaminación, insalubridad y destrucción ambiental que hemos delegado en terceros, por lo que podemos afirmar que nuestro beneficio lo ha sido por partida doble, por lo ganado y por lo no perdido.
Lucro emergente y daño cesante, nos diría un leguleyo que pretenda ser repelente.
Ahora bien, es justo reconocer que quizás esa fase beneficiosa está tocando a su fin. Teniendo en cuenta la inflación, los salarios no crecen desde 2008.
El precio de la vida (combustible, alquiler y alimento) ha aumentado.
Y, para colmo, el joven español posee unos índices de consumo muy superiores a los de generaciones anteriores.
En otras palabras: aunque los lujos se han abaratado, los servicios básicos se han encarecido, así que nuestro poder adquisitivo real está más o menos congelado desde hace quince-treinta años, y no hay señales claras de que vaya a remontar.
Por otro lado, cabe recordar la teoría económica del dilema del innovador de Clayton M. Christensen, que es muy predictivo del nacimiento, maduración y muerte de las industrias, y muy especialmente de las relacionadas con la producción de electrónica. Ya saben, chips, móviles y antenas de telefonía. Todos esos trastos que inducen nuestra migración de la vida real a la vida digital.
La teoría de Clayton dice que en este tipo de industrias el que empieza por abajo, fabricando el producto sencillo y barato, a menudo cuenta con un margen de beneficio superior al de quien domina el mercado con los productos de alta tecnología.
Este último está inmerso en una carrera por el futuro que no puede ser ganada.
Sucede así que, empezando desde abajo con lo barato, la empresa de alta tecnología encuentra en la venta de su porfolio menos tecnológico la mejor manera de seguir sobreviviendo, renunciando a sus actividades de menor valor añadido.
Pero es en vano, ya que en el fondo eso acaba convirtiéndose en un proceso caníbal en el que la empresa en ascenso, con más capital, más dinamismo y menos cargas, termina por ocupar el puesto de la empresa de alta tecnología que una vez dominó el mercado.
Todo empieza desde abajo.
A nivel internacional, el caso chino (incluso pensando en países y no en industrias) ejemplifica a la perfección el modelo de Clayton Christensen. No en vano, todos hemos podido observar el progreso de los chinos, esos comercios de todo a cien que, tras veinte años de arduo trabajo, se han transformado en superficies comerciales mucho mayores.
Algo parecido ha sucedido con marcas como Asus, Huawei, BYD, Omoda…
Por si lo anterior fuera poco, cabe pensar en la cuestión geopolítica.
¿Qué pasa si finalmente hay guerra en Taiwán?
¿Qué pasa si la guerra comercial se agrava y se usan todos los elementos de la cadena logística industrial para presionar a los adversarios?
Los americanos tienen un continente para sí. Los chinos tienen a su lado Asia, el mayor mercado del mundo. Pero ¿qué tenemos los españoles o el resto de los europeos?
Parece claro que es necesario lograr, como mínimo, que las cadenas logísticas mundiales estén tan diversificadas como para que ese escenario no nos pase por encima.
Y si se da, más vale tener como mínimo un núcleo industrial mediano y un corazón capaz de bombear sangre a la industria militar, garante última de la soberanía nacional en conjunción con las Fuerzas Armadas.
Podríamos pensar que podemos mantener una industria militar fuerte para garantizar la producción de armamento en caso de guerra, pero dejar caer todo lo demás siempre y cuando lo dicte la más elemental lógica económica de mercado.
Sin embargo, la experiencia indica (y si no que se lo pregunten a la lenta construcción naval militar estadounidense) que la industria militar obtiene grandes inercias de la existencia de un sector civil gemelo, y que, en cambio, una industria militar alimentada sólo por las economías de escala de sus fuerzas armadas (por mucho que sean las de Estados Unidos) es a todas luces insuficiente para competir con actores industrializados.
No es casualidad que China posea hoy la mayor industria de construcción naval civil y militar, mientras Estados Unidos, que en 1982 jugaba con la idea de una U.S. Navy de seiscientos buques, hoy apenas aspire a los trescientos cincuenta y cinco, mientras dicha cifra se va recortando lustro a lustro.
Por tanto, esta es la pregunta. ¿Cuánta industria necesitamos?
Quizás no tanta como para volver a la década de 1960-1970, pero no tan poca como para aceptar la situación actual, en la que nuestra industria es un apéndice ignorado del sector servicios.
Necesitamos suficiente industria española y europea como para contribuir a diversificar la excesivamente localizada industria mundial, aumentar su peso en nuestra economía y conservar un corazón industrial militar/de doble uso que sea garantía de independencia y seguridad para nuestro futuro.
Quizás lo mejor de todo es que España acaricia hoy una ventana de oportunidad única para dar un giro de 180 grados. El logro de la excepcionalidad ibérica, amparada en una excelente política de Estado en materia de diversificación energética, ofrecen a España un momento único como nodo energético y punto de acceso a los mercados europeos en una fase en la que el resto del viejo continente paga a precio de oro su energía.
Si a nuestro bajo coste energético sumamos el factor proximidad y acceso al mercado europeo, el menor coste de la mano de obra española y el nada desdeñable tamaño del mercado español, llegaremos a la conclusión de que un cambio real está al alcance de la mano.