Durante nuestro siglo XIX, buena parte de la conciencia nacional y la imagen extranjera de España se forjó a través de las lentes fantasiosas de viajeros foráneos, los "curiosos impertinentes": alemanes, ingleses y franceses encontraron en nuestro país un depósito ideal para sus fiebres románticas y un oasis de encantador atraso. Un viaje más corto al Oriente.
Stanley G. Payne, crítico de estas ilusiones y célebre hispanista estadounidense, llegó a finales de la década de los cincuenta a España con el propósito contrario: tratar de entender y hacer entender la naturaleza de la Falange y de la España real de época.
Sin embargo, seguimos peleados con nuestros visitantes. Para los lectores de Paul Preston o Ian Gibson, Stanley G. Payne y sus juicios críticos con las leyes de memoria histórica son impertinentes excusas derechistas, y los lectores de Payne ven a los primeros como inoportunos románticos de la izquierda republicana.
Usamos los argumentos de los hispanistas anglosajones como pólvora de nuestras pugnas por una historia reciente que sigue siendo problemática.
De aquel viaje nació un libro que se distribuyó en España burlando la censura, y medio siglo de estudios del autor en la materia, con hitos como su obra El fascismo, editada aquí en 1982, que cristalizan en el recientemente publicado por Espasa Franco y José Antonio. El extraño caso del fascismo español, un libro de libros que, a lo largo de sus 767 páginas, se propone resolver un misterio.
El de cómo es posible que el régimen fascista más longevo de Europa, el de Franco, arraigase en el país que menos condiciones presentaba para acogerlo.
El autor nos enfrenta a una concatenación de paradojas, porque paradójico y oportunista fue el propio fascismo. Ya a la altura de 1925 escribió Ortega que el carácter enigmático del fascismo (moderno y antimoderno, rebelde y autoritario, antidemocrático pero descreído de las formas pretéritas, estatista pero disolvente) se explicaba por su naturaleza negativa y transitoria.
Como violencia supuestamente regeneradora que no pretendía fundar una nueva legitimidad, sino rellenar un vacío. El de la legitimidad liberal y democrática, entonces despreciada.
Argumenta Payne que el errático régimen italiano se comprende mal cuando lo identificamos con el hitlerismo o cuando, siguiendo la estrategia soviética de época, asimilamos a todo autoritarismo no comunista con el fascismo. Tan pronto intentamos buscar semejanzas entre el régimen fascista y el hitleriano (nacionalismo, violencia política, vitalismo e irracionalismo, militarismo y ambición de construir un hombre nuevo), nos topamos con diferencias igualmente sustantivas (el racismo nórdico alemán o la posición de Hitler como un dictador total, entre tantas).
El sintagma "fascismo", genéricamente empleado, supone una abstracción y, por tanto, una explicación insuficiente.
De acuerdo con Payne, el totalitarismo fue mucho más real en la Unión Soviética o en el Tercer Reich que en la Italia fascista que, en la mayor parte de su historia, no dejó de ser "una dictadura primariamente política que presidía sobre un sistema institucional semipluralista". Más un compromiso autoritario que una revolución.
La obra se llena de matices cuando aterriza la cuestión en la índole del régimen de Franco y la Falange.
A su modo de ver, España era uno de los países menos dispuestos a incorporar las teorías fascistas porque, a diferencia de Alemania o Italia, España era un Estado viejo, cuyo nacionalismo fue débil como su liberalismo. Un país en que la Iglesia y el Ejército seguían teniendo mucho peso, que no había vivido el trance de la Primera Guerra Mundial, sin apenas influjo de los movimientos culturales de fin de siglo, que no conocía enemigo extranjero desde las guerras napoleónicas y con importantes nacionalismos disgregadores.
En la Segunda República española, el nacionalismo autoritario español transcurre por los cauces más moderados de la CEDA, o por los de una derecha radical española (los alfonsinos, Calvo Sotelo, Acción Española) que, aunque recibiese influjos italianos, no cristalizó jamás en un fascismo genuino, sino, en todo caso, en un "fascismo frailuno", aguado por su adaptación al catolicismo local.
Si el parangón entre fascistas y nazis es abstracto y vago, se desdibuja aún más cuando nos aproximamos al franquismo. En particular, desde la derrota del Eje en la Segunda Guerra Mundial, que inicia un proceso de alejamiento con el importante hito de 1958 (con el giro tecnócrata y liberalizador, entre otras vicisitudes), aunque Payne advierte vestigios fascistas hasta los últimos días del dictador español.
En definitiva, el régimen de Franco fue el movimiento fascista más longevo de Europa porque nunca lo fue del todo.
El monumental libro de Payne se construye sobre una advertencia. La "histeria por el fascismo" que hoy atravesamos en un mundo sin fascistas, la pereza mental que denota calificar así a mandatarios como Donald Trump, bien podría ser un lenguaje errado para describir una realidad preocupante.
La de unos tiempos que se prestan a un "totalitarismo suave", al empleo de la "táctica fascista", la retorsión de los mecanismos democráticos para imponer autoritarismos sibilinos. Una táctica, subraya, que no es monopolio de furibundos derechistas.