Las letras kitch del Palace han palidecido y es como si el hotel entero estuviera enfermo.

Me sorprendió lo triste que me puso descubrirlo el otro día, cuando un amigo fotografió su fachada en Instagram y vi que los neones ya no eran rosas, sino blancos.

Le pedí que lo comprobara. "Baja otra vez la calle, por favor", le dije, por si acaso era un efecto de la imagen, y él lo hizo. "Efectivamente. Luz blanquísima", chequeó mi corresponsal especial en Neptuno. "No me jodas, macho".

La vieja fachada del Palace con sus letras rosas.

La vieja fachada del Palace con sus letras rosas.

La uniformidad se lo va a comer todo. La uniformidad está royendo los restos de mi pequeño corazón de provincias. Estoy buscando como una chiflada túneles del tiempo por toda la ciudad y encuentro sus entradas tapiadas.

Todo está homologado. Todo se parece a lo de al lado, todo se imita entre sí. Las caras labiales de las mujeres, los cuerpos fibrosos de los hombres. Todo el mundo es tramposamente guapo, todas las calles son idénticas, todos los imbéciles usan las mismas palabras (y acostumbran a ser anglicismos).

Yo llevo toda la vida colgada de las letras rosas del Palace, toda la vida, pero ya no existen. No es la primera vez que me pasa lo de intentar atrapar el aire con las manos. Una vez me enamoré de un muchacho que despeñó en un accidente de moto. "He besado los dedos de un hombre muerto", pensé, y ya jamás dejé de tener miedo.

Tengo el pavor metido en el cuerpo. Tengo terror torero. Y no me siento cobarde por ello, son los demás los que me parecen inconscientes. Qué coño están celebrando si todo lo bello está a punto de irse para siempre. De qué se ríen con tanta ligereza si todo lo que amamos ya va de camino a desmembrarse. Miro todas las cosas y ellas me miran y enseguida amenazan con doler.

Tenía doce años, quizá, cuando vine un fin de semana a Madrid con mis padres. Ellos también estaban juntos entonces. Íbamos en un taxi y me quedé pegada a la ventanilla como quien saliva por una tarta a través de un cristal. Allí estaban: las letras del Palace. Fucsias, arrebatadoras, grotescas. Eran la España vieja y caliente, gritona y fascinante. Las deseé a muerte. Las perdí de vista.

Yo no conocía la historia del hotel, pero ya la intuía porque hay piedras suyas que te piden que te acerques para enterrarte. Allí estaban los fantasmas de Ava Gardner y de García Lorca y de Dalí, que se alojaba él en la 136 con Gala, allí estaban Belmonte y Orson Welles y Camba y Hemingway, allí se almorzaba consomé de ave, cigala con lenguado estilo Newburg con arroz pilaf, turnedó Masena, codorniz Souvarci con judías verdes al vapor, bomba Aída, café y mignardises.

Ni siquiera puedo pronunciarlo de corrido sin que me dé vergüenza. 

Allí jamás me puse un nombre falso en recepción, como Mata Hari, ni fui a encontrarme con un amante casado. Allí no tomé LSD con Cary Grant en albornoz y él nunca fue mi mejor amigo gay. Allí no me pilló la guerra ni dormí en el hospital de sangre que se trasladó al Palace desde Carabanchel. Allí no me operaron de muerte en el salón de baile. Allí no vi regresar la alegría. Allí no conocí a Kokoschka, ni a Stravinsky, ni a Buñuel, ni a Borges.

Yo, que tantas mujeres he sido, nunca fui la mujer que robó las letras rosas del Palace.

A los años me mudé a Madrid para buscarme las habichuelas y hubo una época en la que viví junto al Congreso, en la calle marqués de Cubas, en un piso interior de techos altos que se caía a pedazos y costaba dos duros.

Mi compañera fumaba haciendo sonidos extraños al aspirar el humo, como si estuviera en los estertores de su muerte. Recuerdo aquella letanía. La recuerdo perfectamente.

Tuve un novio muy listo y cistitis crónica. Yo estudiaba el máster de Periodismo de El Mundo y por las mañanas, muy temprano, me colocaba como pendientes mis propios ojos grandes y abiertos. Todo me sorprendía aunque todo fuera un poco melancólico al mismo tiempo. Era una chavala vieja.

Cuando regresaba a casa de madrugada después de bailar los bares, volvía a mirar las letras rosas del Palace. Soñaba con colarme allí, con entrar a la azotea, con robar la 'L' de neón para mi salón. Lo soñaba cada noche cuando la fiesta acababa.

Hice algunas entrevistas a señores serios bajo su cúpula, junto al piano. Pensaba en subirme en el ascensor, lo pensaba siempre, pensaba en llegar a la última planta y desatornillar la letra entre el viento. Pensaba en cómo me detendrían, en cómo llamarían a la policía, en cómo saldría en los periódicos en los que yo misma empezaba a escribir.

Una lunática, dirían. Una joven malagueña de 23 años, apuntarían. Un peligro público. Una persona non grata.

Casi no había vuelto a pensar en ello hasta ahora, que soy más mayor y más gélida y terriblemente más práctica, ahora que ya nunca abrazaré las letras rosas del Palace. Hubo deseos que no cumplimos porque se nos olvidaron un segundo y desaparecieron. Ambicionamos otras vainas. Menos divertidas, menos importantes.

Pero esas letras son mías, serán mías para siempre, porque yo las perseguí con la cabeza.

Sí.

Entre todas las cosas viejas, entre todas las cosas rotas, entre todas las cosas que ya no le importan a nadie: aquí me quedo.