El ataque del joven de 18 años que el viernes asesinó a nueve personas en un centro comercial de Múnich y luego se suicidó es, hasta ahora, la última matanza colectiva de un verano marcado por la violencia extrema. Unos días antes, también en Baviera, un afgano de 17 años que había llegado a Alemania como refugiado atacó con un hacha a los pasajeros de un tren, hiriendo de gravedad a tres. El joven fue abatido por la Policía.
En los últimos dos meses casi no ha habido semana en la que no nos viéramos conmocionados por noticias de ese cariz. Hemos vivido el salvaje atentado de Niza; el asesinato de cinco policías en Dallas que obligó a Obama a acortar su visita a España; la masacre de la discoteca gay de Orlando, el tiroteo con mayor número de muertes en la historia de Estados Unidos; el ataque al aeropuerto de Estambul; el sábado tuvimos noticia de la matanza de Kabul cometida por terroristas suicidas...
Motivos múltiples
Obviamente, y si conectamos la mayoría de estos hechos con los de París y Bruselas, el denominador común es el yihadismo, la gran amenaza de seguridad a nivel mundial en estos momentos. Pero eso no significa que el terrorismo islamista sea el único problema o que explique por sí solo todos los atentados.
No están claros, por ejemplo, los motivos que impulsaron a los autores a cometer un baño de sangre. Se sabe que el joven de Múnich padecía depresiones o que el menor del hacha tenía problemas con las drogas. El terrorista de Niza no era un islamista al uso y se radicalizó en poco tiempo tras separarse de su esposa. El asesino de Orlando sufrió acoso escolar y era un hombre lleno de complejos.
No hay que descartar que algunos de estos criminales actúen por emulación. El chico del centro comercial muniqués se inspiró en matanzas como la del ultra noruego Breivik y lanzó su ataque en el quinto aniversario de su masacre. Pero lo que es obvio es que todos pretendían que sus acciones tuvieran la mayor repercusión posible. Es paradigmático el caso de Andreas Lubitz, el piloto que el año pasado estrelló el avión de Germanwings en los Alpes. "Todos conocerán mi nombre y lo recordarán", había confesado a su exnovia.
Repercusión mundial
Estamos en la era de la comunicación y el mundo se ha convertido en un gran escenario, como ya advirtió Warhol. Los potenciales criminales saben que hoy sus acciones pueden tener una repercusión mundial y que ellos mismos pueden conquistar la fama, aunque sea a costa de su propia muerte. Cuanto más salvaje sea el golpe, mayor resonancia. Esa ha sido la política del grupo terrorista Estado Islámico.
Hay quien encuentra en este ciclo de violencia que estamos sufriendo similitudes con la denominada "propaganda por el hecho", puesta en marcha por el anarquismo a principios del siglo pasado. Su estrategia era conseguir la mayor repercusión posible para sumar afines a su causa. La diferencia es que hoy, con armas mucho más mortíferas, las matanzas en masa están casi al alcance de cualquiera.
Menos violencia
Las fuerzas de seguridad van a encontrar grandes dificultades para luchar contra un fenómeno con raíces heterogéneas. Unas veces hay que buscar el origen de los ataques en la ideología; otras, en la religión, la marginación o el desequilibrio mental; y puede darse una suma de varias causas.
Ahora bien, pese a la alarma y a la sensación de inseguridad que nos transmiten estos atentados indiscriminados, la historia demuestra dos cosas: que las sociedades, en general, tienden a ser cada vez menos violentas en todo el planeta -de ahí el espanto mundial-, y que los grupos terroristas acaban perdiendo sus pulsos. Conviene no olvidarlo en estos días de zozobra y de cara a los que puedan llegar.